Raúl Espinoza Aguilera
En estas semanas un tema
frecuente de conversación es: “Ya estamos en octubre, ¡ya se nos fue el año!”
Algunos lo dicen con cierto tono de tristeza, otros de nostalgia.
Recuerdo que tomando café con
un catedrático de una conocida universidad acompañando a un ilustre médico y
yo. El Doctor comentó que -precisamente en octubre- acababa de cumplir setenta
años y el Catedrático añadía que él los había cumplido desde mediados de enero.
Entonces el médico se puso de
pie, extendió teatralmente sus brazos y le dijo a mi amigo Catedrático: “Pepe, ¿te
das cuenta que la vida ya se nos fue?
-Sí, me doy perfecta cuenta
que el tiempo avanza -le contestó el Maestro- pero ¿no consideras que aún
tenemos muchas cosas por realizar?
A mí me tomó tan de sorpresa
esa inesperada reacción, ese tono melodramático, que me pareció casi cómica, de
no ser porque el Doctor es una eminencia en su Especialidad y había que
guardarle respeto y consideración.
El galeno terminó dándole la
razón acerca de muchos objetivos que había planeado desde su juventud y
anhelaba cumplirlos.
Y por asociación de ideas me
vino a la mente el recuerdo de un conocido mío, Cardiólogo, siempre tan alegre
y optimista, que me decía: “Esta vida es un increíble regalo de Dios por eso
hay que vivirla al cien por cien”.
Comentaba que pronto iría a un
Congreso Internacional de Cardiólogos para ponerse al día en los últimos
avances de su Especialidad en Houston. Que ese viaje lo haría acompañado de su
esposa e hijos para tomarse unas vacaciones.
Otras personas pasan por la
vida como por un largo túnel, sin importarles a dónde se dirigen ni cuál es el
destino final de su travesía.
Afortunadamente las personas
de todas las épocas se han planteado por el sentido del devenir. Me gusta la
conclusión de San Pablo de Tarso que exclamaba: “¡El tiempo es muy breve!” Y
nos animaba a saber aprovecharlo bien porque nunca sabemos cuándo será el
último y que siempre podemos hacer rendir más nuestras cualidades.
Por ello, no hay que mirar la
muerte como un final desastroso porque el Señor nos quiere gozosos, alegres,
serenos y contemplar nuestra condición de caminantes como un paso más que nos
acerca a nuestra Patria Definitiva del Cielo.
Son inolvidables aquéllas
últimas palabras del Papa Juan Pablo II (ahora santo), que al final de su
agonía, suplicó a los presentes: “¡Déjenme ir a la Casa de mi Padre-Dios!”
Mucho me impresionaron estas
palabras porque manifestaba su enorme confianza en el Amor de su vida: Dios. Aquél
era un momento largamente esperado: Contemplar la faz de Dios Padre, de Dios
Hijo y de Dios Espíritu Santo (la Santísima Trinidad).
Pero hay que añadir que
cumplió heroicamente su Misión de Pastor Universal. Pocos años antes de irse al
Cielo, quiso venir a México a canonizar a Juan Diego en la Basílica de Nuestra
Señora de Guadalupe. Se le observaba ya mal de su enfermedad del Parkinson,
pero continuó adelante con su Ministerio Petrino. Algunos le pedían que
renunciara a ser Romano Pontífice, pero él con gran energía y valentía les
respondía que no bajaría de la Cruz que Jesucristo le había enviado.
También San Pablo de Tarso nos
dice que el tiempo es corto para amar más a Dios y a nuestros semejantes. ¿Y
cómo lograr esto? Cumplir nuestros deberes, en primer lugar, para con el Señor;
esmerarnos en ofrecerle nuestro trabajo o quehacer profesional lo mejor que
podamos hasta los últimos detalles; cuidar en mejorar los detalles de cariño
para con la esposa, los hijos o los nietos; a nuestros familiares y amistades
conducirlos por el camino del bien, naturalmente respetando su libertad;
cumplir con nuestros deberes para con el bien común de nuestra comunidad.
Otro capítulo es lo que el
Papa Francisco tanto nos ha recomendado: ocuparnos de los más necesitados a
través de las obras de misericordia tanto corporales como espirituales. Alguno
me podría decir que está con muchísimo trabajo. Pero pienso que está al alcance
de todos, las obras de misericordia espirituales, como: dar buen consejo al que
lo necesita, corregir al que se equivoca, enseñar al que no sabe, consolar al
triste, sufrir con paciencia los defectos de los demás, perdonar las injurias,
rogar a Dios por vivos y difuntos.
Es como un mar sin orillas el
bien que podemos hacer a los demás y todo porque amamos y queremos agradar más
a Dios.
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