sábado, 19 de agosto de 2023

¿TIENE SENTIDO LA PREGUNTA POR EL SENTIDO?

Clase de teología en la universidad, alumnos de distintas carreras. Estamos analizando cuál

es el método adecuado para intentar responder las preguntas existenciales o fundamentales de la

vida: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿para qué he venido al mundo?, ¿hay vida después de la

vida?, ¿el universo se hizo sólo o fue hecho por alguien?, ¿tienen sentido la vida humana y el

universo en su conjunto?, ¿existe Dios? Había que comparar el método científico, el filosófico y el

teológico, para determinar cuál de ellos era el pertinente ante esos cuestionamientos. De pronto

una alumna me saca de mi nube intelectual: “profe, ¿para qué atormentarnos con las preguntas

sobre el sentido?, ¿no es más fácil vivir, disfrutar la vida y ya?”

Para mi sorpresa, varias alumnas le hicieron coro, señalando que esa pregunta era

manifestación del egocentrismo de la especie humana; sencillamente no saber ocupar nuestro

lugar en el cosmos, y creernos especiales, como si de alguna forma el universo estuviera a la

espera ya sea de nosotros, como especie humana, o de cada uno, como persona. En realidad,

decían, ni el universo ni nosotros mismos tenemos sentido. Lo que debemos hacer, en

consecuencia, es aprender a disfrutar de las cosas sencillas de la vida, evitarnos las preguntas

trascendentales, pues nos causan sufrimiento innecesario, y aceptar nuestra condición de simples

animales, más evolucionados, que aparecimos en el cosmos por casualidad.

De entrada, me asombró su rápida y simple respuesta: “no hay respuesta, no te

compliques y aprende a disfrutar de las cosas sencillas de la vida”; “no te obsesiones por el final,

disfruta del camino?” No puedo negar que tal actitud intelectual tiene algo de subyugador: su

desarmante sencillez y descomplicación. La fluidez de su receta: “aprende a disfrutar de las cosas

ordinarias de la vida”, “disfruta del camino y olvídate del final.” Pero también me hizo pensar dos

realidades relacionadas entre sí: una filosófica y la otra estadística. La primera es que su postura,

sin ser ellas conscientes de ello, coincidía en líneas generales con el planteamiento de Epicuro

sobre la muerte. Para este pensador, la muerte no es un problema, pues mientras vivimos no lo

tenemos, y al morir, ya no hay sujeto que tenga problemas, de forma que evitar pensar en ella

sería la actitud más sana. Nuestra sociedad sería en gran medida epicureísta, pues evita de intento

pensar sobre ella; le tiene tal horror, que sistemáticamente mira a otro lado. Pero la dimensión

estadística de la muerte, es la que nos empuja a no dejarla de lado. Hace pocos años -antes de la

pandemia- el suicidio era la segunda causa de muerte en personas de 19 a 24 años en los Estados

Unidos, únicamente superado por los accidentes de tráfico.

Me llamaba poderosamente la atención que una centennial considerará el evitar pensar en

el sentido de la vida y del cosmos como la actitud más sana, cuando precisamente entre ese

público -los centennials- había crecido dramáticamente el índice de suicidios, es decir, de personas

que ya no le encontraban sentido a su propia vida, con sus sufrimientos y dificultades. ¿Están

interrelacionados ambos datos?, ¿tienen que ver el rechazo a pensar en el sentido de la vida, con

el incremento porcentual de los suicidios juveniles? La lógica más simple nos dice que sí: si la vida

no tiene sentido, ¿para qué seguir soportándola cuando se presentan problemas, dificultades o

fracasos? ¿Qué sentido tendría afrontar el sufrimiento, que inevitablemente se presenta en

nuestras vidas? ¿Para qué? No en vano el epicureísmo es hedonista: la vida vale en la medida en

que disfruto de ella y, si ya no la disfruto, no vale. La actitud coherente en ese caso es el suicidio.


Ahora bien, otro coro dentro del grupo sugería: “la vida no tiene un sentido objetivo, no es

algo que está allá afuera, esperando ser desvelado o descubierto… somos nosotros los que le

damos sentido a las cosas que hacemos. Cada quien tiene su propio sentido de la vida.” Por lo

menos estos jóvenes reconocían que deberíamos dotar de sentido a una realidad que en sí misma

es indiferente. Personalmente, sin embargo, me sonaba más bien a una especie de placebo, con el

que nos entretenemos, mientras esperamos, sin reconocerlo abiertamente, la muerte. Digamos

que la cosmovisión relativista en la que habían sido formados no les permitía gran cosa: la realidad

no tiene un sentido objetivo, sino somos nosotros los que la dotamos de sentido subjetivo. En esta

perspectiva el sentido es necesario, pero no real ni verdadero. Por eso, en épocas de crisis, se

descubre lo falaz del intento, y puede uno verse avocado hacia el suicidio o la desesperación.

Todas estas opiniones de los centennials, me hacían pensar que necesitamos, urgentemente, una

metafísica que nos permita superar el individualismo relativista y autorreferente en el que

estamos enfangados ideológicamente. Mientras eso no se consiga, seguirán siendo altos los

índices de suicidio juvenil.


Dr. Salvador Fabre

masamf@gmail.com

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