Clase de teología en la universidad, alumnos de distintas carreras. Estamos analizando cuál
es el método adecuado para intentar responder las preguntas existenciales o fundamentales de la
vida: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿para qué he venido al mundo?, ¿hay vida después de la
vida?, ¿el universo se hizo sólo o fue hecho por alguien?, ¿tienen sentido la vida humana y el
universo en su conjunto?, ¿existe Dios? Había que comparar el método científico, el filosófico y el
teológico, para determinar cuál de ellos era el pertinente ante esos cuestionamientos. De pronto
una alumna me saca de mi nube intelectual: “profe, ¿para qué atormentarnos con las preguntas
sobre el sentido?, ¿no es más fácil vivir, disfrutar la vida y ya?”
Para mi sorpresa, varias alumnas le hicieron coro, señalando que esa pregunta era
manifestación del egocentrismo de la especie humana; sencillamente no saber ocupar nuestro
lugar en el cosmos, y creernos especiales, como si de alguna forma el universo estuviera a la
espera ya sea de nosotros, como especie humana, o de cada uno, como persona. En realidad,
decían, ni el universo ni nosotros mismos tenemos sentido. Lo que debemos hacer, en
consecuencia, es aprender a disfrutar de las cosas sencillas de la vida, evitarnos las preguntas
trascendentales, pues nos causan sufrimiento innecesario, y aceptar nuestra condición de simples
animales, más evolucionados, que aparecimos en el cosmos por casualidad.
De entrada, me asombró su rápida y simple respuesta: “no hay respuesta, no te
compliques y aprende a disfrutar de las cosas sencillas de la vida”; “no te obsesiones por el final,
disfruta del camino?” No puedo negar que tal actitud intelectual tiene algo de subyugador: su
desarmante sencillez y descomplicación. La fluidez de su receta: “aprende a disfrutar de las cosas
ordinarias de la vida”, “disfruta del camino y olvídate del final.” Pero también me hizo pensar dos
realidades relacionadas entre sí: una filosófica y la otra estadística. La primera es que su postura,
sin ser ellas conscientes de ello, coincidía en líneas generales con el planteamiento de Epicuro
sobre la muerte. Para este pensador, la muerte no es un problema, pues mientras vivimos no lo
tenemos, y al morir, ya no hay sujeto que tenga problemas, de forma que evitar pensar en ella
sería la actitud más sana. Nuestra sociedad sería en gran medida epicureísta, pues evita de intento
pensar sobre ella; le tiene tal horror, que sistemáticamente mira a otro lado. Pero la dimensión
estadística de la muerte, es la que nos empuja a no dejarla de lado. Hace pocos años -antes de la
pandemia- el suicidio era la segunda causa de muerte en personas de 19 a 24 años en los Estados
Unidos, únicamente superado por los accidentes de tráfico.
Me llamaba poderosamente la atención que una centennial considerará el evitar pensar en
el sentido de la vida y del cosmos como la actitud más sana, cuando precisamente entre ese
público -los centennials- había crecido dramáticamente el índice de suicidios, es decir, de personas
que ya no le encontraban sentido a su propia vida, con sus sufrimientos y dificultades. ¿Están
interrelacionados ambos datos?, ¿tienen que ver el rechazo a pensar en el sentido de la vida, con
el incremento porcentual de los suicidios juveniles? La lógica más simple nos dice que sí: si la vida
no tiene sentido, ¿para qué seguir soportándola cuando se presentan problemas, dificultades o
fracasos? ¿Qué sentido tendría afrontar el sufrimiento, que inevitablemente se presenta en
nuestras vidas? ¿Para qué? No en vano el epicureísmo es hedonista: la vida vale en la medida en
que disfruto de ella y, si ya no la disfruto, no vale. La actitud coherente en ese caso es el suicidio.
Ahora bien, otro coro dentro del grupo sugería: “la vida no tiene un sentido objetivo, no es
algo que está allá afuera, esperando ser desvelado o descubierto… somos nosotros los que le
damos sentido a las cosas que hacemos. Cada quien tiene su propio sentido de la vida.” Por lo
menos estos jóvenes reconocían que deberíamos dotar de sentido a una realidad que en sí misma
es indiferente. Personalmente, sin embargo, me sonaba más bien a una especie de placebo, con el
que nos entretenemos, mientras esperamos, sin reconocerlo abiertamente, la muerte. Digamos
que la cosmovisión relativista en la que habían sido formados no les permitía gran cosa: la realidad
no tiene un sentido objetivo, sino somos nosotros los que la dotamos de sentido subjetivo. En esta
perspectiva el sentido es necesario, pero no real ni verdadero. Por eso, en épocas de crisis, se
descubre lo falaz del intento, y puede uno verse avocado hacia el suicidio o la desesperación.
Todas estas opiniones de los centennials, me hacían pensar que necesitamos, urgentemente, una
metafísica que nos permita superar el individualismo relativista y autorreferente en el que
estamos enfangados ideológicamente. Mientras eso no se consiga, seguirán siendo altos los
índices de suicidio juvenil.
Dr. Salvador Fabre
masamf@gmail.com
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