- “Profe, para mí, el matrimonio como lo entiende la Iglesia es una suerte de cadena
perpetua.”
- “Si equivocarse forma parte de la condición humana y rectificar es una muestra de
sabiduría, ¿por qué no aplica esto para el matrimonio según la Iglesia?”
- “Sólo de pensar que voy a tener que estar toooda la vida con una persona me da agobio,
me asfixia.”
Nuevamente el tema del matrimonio generaba conflicto, especialmente en mis alumnas.
Antaño lo que era difícil de comprender era la opción del celibato por el reino de los cielos,
máxime cuando ese celibato no iba unido a la ordenación sacerdotal. Para muchos el celibato
laical representaba una especie de “circulo cuadrado”, es decir, un oxímoron, un absurdo. Otros
muchos cuestionaban el celibato sacerdotal, señalando que era causa de desviaciones sexuales
graves, como la pedofilia. Pero ahora, el frente de batalla -por decirlo de alguna manera- se ha
replegado al matrimonio. Ya no se ve la opción matrimonial y el proyecto de crear una familia
como una forma válida de realización personal o, por lo menos, no todos lo ven con claridad,
sospecho que la mayoría de los jóvenes no lo ven así, y tienen sus propios planes alternativos.
Al escuchar los alegatos de algunas de mis alumnas, resonaban en mi mente las palabras de
Mateo 19,10: “Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no viene a cuento casarse.”
Sin embargo, tal versículo se habría modificado, conforme al espíritu de los tiempos; ahora diría:
“Si tal es la condición de la mujer respecto al varón, no viene a cuento casarse.” La grave crisis que
ha sufrido el matrimonio y con él la familia, en tiempos recientes, inevitablemente ha pasado
factura. El matrimonio y la familia se han desconfigurado como ideales de vida para un número
consistente de personas. Se trata, si se mira agudamente, de un fracaso antropológico: no se
concibe que la persona humana pueda adquirir compromisos para toda la vida; su voluntad no
llega a tanto, su libertad no alcanza tal extremo. En el fondo, se trata de un empobrecimiento del
amor, pues ya no sería de recibo la afirmación bíblica según la cual “fuerte como la muerte es el
amor” (Cantar de los cantares 8, 6). Por el contrario, el amor, y con él la libertad, no resisten la
erosión del tiempo.
Más incluso, ahora se consideraría nocivo para la salud mental intentar mantener el
compromiso, la palabra dada, a cualquier precio. Tal actitud encerraría vestigios de irracionalidad,
fanatismo, cerrilidad. El frío realismo de la condición humana muestra, por el contrario, que
cuando algo deja de funcionar, lo lógico, lo natural, es abandonarlo. Así, sin ambages ni
maquillajes, lo reconocía una alumna: “Yo pienso estar con una persona mientras las cosas
funcionen. Cuando, eventualmente, dejen de funcionar, dejaré de estar con ella, pues no soy
capaz de violentar la realidad. Tengo que aceptar las cosas como son, no como me gustaría que
fueran.” Una especie de “realismo” se difunde como epidemia, de forma que los ideales se
consideran eso: ensoñaciones, fantasías, buenos deseos vacuos. La cruel experiencia de la
condición humana nos muestra que el hombre, en líneas generales, no está a la altura de sus
ideales y, por ello, es mejor dejarlos de lado.
Las múltiples experiencias de matrimonios altamente conflictivos, ha pasado su factura a las
nuevas generaciones. Con frecuencia escucho cómo son los hijos los que aconsejan separarse a sus
padres, para evitar el triste espectáculo de las continuas disputas. Digamos que los hijos, ante el
fracaso matrimonial de sus padres, se “han curado en salud.”
Por eso el cristianismo, una vez más y en un frente nuevo, debe ir contracorriente. La
tentación de ceder a pesimismos realistas es grande y las estadísticas no ayudan, pues confirman
el debilitamiento de la institución matrimonial. Ahora, para lanzarse a formar una familia abierta a
la vida se necesita ser revolucionario, inconformista, idealista. No se parte de una ingenua
confianza en los alcances de nuestra libertad, sino que se cimenta la vida desde la confianza en
Dios. Aquí la fe juega un papel insustituible. A final de cuentas, ¿por qué pensamos los católicos
que el matrimonio cristiano compromete toda nuestra vida? Porque Jesús mismo lo dijo
expresamente (Cfr. Mateo 19, 3-6). Confiados en esa Palabra y no en nuestras precarias fuerzas,
nos lanzamos a esa aventura, que da fruto, de forma que saca lo mejor de nosotros mismos, y se
convierte, hoy más que nunca, en una silenciosa pero elocuente catequesis para la sociedad.
Redescubrimos así, admirados, cómo la libertad y el amor son más fuertes que el tiempo, y
también cómo el ideal cristiano eleva al ser humano.
Dr. Salvador Fabre
masamf@gmail.com
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