Pbro. José Martínez Colín, articulosdog@gmail.com
1) Para saber
“La persona nunca es tan grande como cuando se arrodilla”, decía
san Juan XXIII. Arrodillarse es una postura humilde de quien se sabe
poca cosa ante quien lo es todo, ante Dios.
Habiéndose encarnado Dios, tomando la naturaleza humana, dice san
Pablo que ante el “nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que
están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua
confiese que Jesucristo es el Señor” (Fil 2, 10).
El gesto de arrodillarse, dice el Papa Francisco en su carta sobre
Liturgia, debe hacerse con plena conciencia de su significado simbólico y
de la necesidad que tenemos de expresar, mediante este gesto, nuestro
modo de estar en presencia del Señor (cfr. n.53).
Un mismo gesto puede tener varios significados. Por ejemplo,
podemos arrodillarnos para adorar a Dios, para pedirle perdón por
nuestros pecados, para humillar nuestro orgullo, para entregar a Dios
nuestro dolor por ofenderle; para suplicarle su intervención; para
agradecerle un don recibido. Aunque se trate de la misma postura
puede significar algo distinto cada vez, es un acto nuevo. Por eso
importa darse cuenta del por qué se hacen dichos gestos.
2) Para pensar
En Belén, en el lugar donde nació Jesús, se halla actualmente una
iglesia, cuya entrada es una pequeña abertura de un metro y medio de
altura. Para entrar hay que inclinarse. Antes era muy grande, de más de
cinco metros de altura, pero la tapiaron para proteger el lugar de los
asaltos y evitar que la profanaran entrando con todo y caballo a la casa
de Dios.
El adviento nos invita a humillarnos. Como decía el Papa Benedicto
XVI: “si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos
de apearnos del caballo de nuestra razón ‘ilustrada’. Debemos deponer
nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide
percibir la proximidad de Dios”.
Pensemos si fomentamos una actitud humilde en estos días alrededor
de la Navidad para facilitar el encuentro con Jesús.
3) Para vivir
Se cuenta que un día se presentó a san Vicente Ferrer un famoso
asaltador de caminos y le suplicó de rodillas que lo confesara. El santo,
encontrándolo verdaderamente arrepentido, le dio la absolución, y le
impuso una penitencia de siete años. El asesino le dijo que consideraba
que era poca la penitencia por todos sus pecados, que eran muchos.
Entonces le dijo: “Bueno, haz sólo tres días de ayuno”. El bandido se
sorprendió. “¿Cómo? ¿Me la disminuye?”, y rompió en amargo llanto.
Viendo el santo qué grande era su contrición, le añadió: “Reza sólo un
Padrenuestro y un Avemaría, sin más”. Entonces fue tal el
arrepentimiento de aquel asesino, que, apenas hubo rezado el
padrenuestro, cayó muerto a los pies del confesor.
A los pocos días el alma de aquel afortunado penitente se apareció
al santo y le dijo que ya estaba en el Cielo porque había tenido un dolor
perfecto y sumo, y que se le aparecía para que lo contase y les sirviera
de aliento a muchos.
Arrodillarse, decía Benedicto XVI, es la representación corporal más
conmovedora de la piedad cristiana, en la que, por una parte, miramos
alzando la vista hacia Él, y por otra, permanecemos inclinados.
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