miércoles, 23 de junio de 2021
EL DUELO, ALGUNAS RECOMENDACIONES PARA LA PANDEMIA
Pbro. Mario Arroyo,
Dr. en Filosofía,
p.marioa@gmail.com
La pandemia nos ha golpeado a todos, pero es verdad que particularmente a quienes han
perdido un ser querido o incluso varios. Estas situaciones dolorosas colocan a las personas en una
condición psicológicamente bien conocida, que es el duelo. Desde mi perspectiva pastoral religiosa
también he de verme continuamente frente a personas que lo experimentan, en ocasiones de
forma muy intensa. He aquí algunas sugerencias para afrontarlo y para salir fortalecidos de una de
las pruebas más duras de la vida.
Una de las cuestiones más angustiantes para quienes sufren en duelo, es la taladrante
pregunta: “¿por qué a mí?” Pregunta, dicho sea de paso, que no tiene respuesta, por lo menos
evidente, en esta vida. La incógnita sólo se podrá despejar en la otra vida, por ahora tenemos que
contentarnos con presuposiciones preliminares, las cuales meten al sujeto en una espiral sin
término, donde sólo se calienta la cabeza y pierde la paz. La sugerencia ante esa inquietante
pregunta es obviarla, es decir, partir de la idea de que no tiene respuesta y de que es absurdo
seguirse cuestionando. Rechazarla, alejarla como si fuera un mal pensamiento; lo es, pues nos
debilita y destruye.
Para las personas de fe, el duelo suele ser una dura prueba para la misma. La gente se
siente defraudada por Dios y piensan que sus oraciones para nada han servido, no han sido
escuchadas. No es infrecuente encontrar personas que culpan a Dios por su desgracia. Como no
hay culpables evidentes detrás de un caso de COVID o de un cáncer, el único culpable puede ser
Dios, que lo quiso, o por lo menos lo permitió. La reacción ante esa conclusión puede ser diversa:
enojarse con Dios, resentirse con Él y, en casos más extremos, negar su existencia o, peor aún,
maldecirlo.
Ante esas situaciones, no nos queda sino un silencioso respeto. Es comprensible que el
dolor, en un arranque profundo, conduzca a la negación de Dios o incluso a insultarle. Como seres
semejantes comprendemos esa necesidad de catarsis, de desahogo. Podemos suponer que Dios
también la comprende, pues Él es el único que conoce la hondura de los corazones, y es testigo de
la dimensión de su dolor. Si nosotros comprendemos, Dios más, y con mayor motivo perdona esos
explicables desplantes. De todas formas, pasada la tormenta de un primer momento de intenso
dolor, vuelve la serenidad, la calma, hay forma de pensar las cosas con mayor perspectiva y
sensatez.
Ante una situación difícil, dolorosa, frente al duelo, no tiene sentido alejarse de Dios, más
bien, por el contrario, es cuando más lo necesitamos para rehacernos, para sacar fuerzas de
nuestra debilidad. La actitud correcta es justo la inversa: buscar apoyo en Dios para superar el
bache, la dura prueba que nos presenta la vida. Más que un momento de pérdida de fe, lo que se
necesita es un momento de profundización en la fe. Por la fe sabemos que esta vida no es
definitiva; es simplemente preámbulo de otra vida, la cual no conoce fin, ni dolor, ni frustración, ni
sufrimiento. Es el momento de caer en la cuenta de que es verdad, de que así es: nuestro ser
querido, si ha tenido una vida buena, ya no sufre más.
En este sentido, a los difuntos no les sirven nuestras lágrimas, ni es falta de cariño el dejar
de llorarlos una vez pasado el duelo. Les sirven nuestras oraciones, con las cuales, además,
podemos instaurar una nueva forma de comunión con ellos, diversa de la comunicación física, que
nos ha sido dolorosamente vedada. Por ello la muerte es ocasión de robustecer la fe, y de salir
más fuertes, pues tenemos una visión más completa y realista de nuestra vida y de la de los
demás.
Dos últimas precisiones. Es preciso explicar eso a los niños. Con sencillez. Tenemos una
vida aquí y otra después, más plena, en el Cielo. Algunos se nos adelantan y nos esperan alegres,
del otro lado de la orilla, hacia donde nosotros, inexorablemente nos dirigimos. Y para superar la
espiral sin sentido del dolor, nos sirve pensar que nuestros deudos continúan manteniendo su
conciencia, su “yo”, en la otra vida. Continúan amando lo que amaron. Lo que menos quieren es
que por culpa de ellos, nuestra vida se vuelva amarga o nos quedemos atorados en ese trágico
evento. Al contrario, ellos quieren que vivamos nuestra vida, intensa y felizmente.
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