domingo, 6 de diciembre de 2020
ADVIENTO EN PANDEMIA
En tiempos de pandemia se nota más vivamente la necesidad de un Salvador o, dicho de
otra forma, se palpa de modo tangible la limitación e insuficiencia humana. La pandemia
constituye una ocasión privilegiada para vivir más intensamente el adviento, el espacio para
preparar la Navidad, pues nos recuerda nuestra limitación y fragilidad, la precariedad de nuestras
posibilidades.
Ciertamente nuestra fragilidad no es impotencia. La sociedad rápidamente se organizó y
estableció ciertos protocolos de seguridad y funcionamiento. Los laboratorios desataron una
frenética carrera para elaborar la vacuna, y a un año de distancia del inicio de la pesadilla, si bien
pervive la crisis, el panorama no es tan desolador. Sin embargo, nos ha servido para darnos cuenta
de que muchas veces todos nuestros avances científicos y tecnológicos, todo nuestro poderío
económico, pueden aparecer impotentes frente a un enemigo inesperado y sorpresivo, que a la
postre es minúsculo. La precariedad y fragilidad de la existencia se tornan evidentes.
Digamos que ese clima es propicio para una vivencia auténtica del adviento. Tiempo de
espera, de expectativa, que se solapa armoniosamente con la espera del fin de la pandemia. ¿Qué
es lo que esperamos? En el adviento esperamos un Salvador, que paradójicamente ya vino, pero
todavía no es patente el fruto de su venida. Pudiera parecer incluso un fracaso, pues vino para
salvar al mundo, y hoy la humanidad está moralmente sumida en el pecado, atemorizada
físicamente por una enfermedad. El cuadro no podría ser más desalentador.
Sin embargo, la espera desde el ángulo de la fe no podría ser más gozosa. Profesamos que
Cristo ya vino, que nuestro Salvador llegó y no fracasó, por el contrario, nos salvó, aunque todavía
no se manifiesten plenamente los frutos de esa salvación, solo sus indicios claros. Esa es la alegría
que precede a la Navidad, la certeza, que solo puede dar la fe, de que el mal ha sido vencido de
manera definitiva, de una vez y para siempre. Pero ahora estamos en el periodo de la historia en el
cual se anhela la segunda venida del Salvador, aquella en la cual lo ganado en la primera se
manifieste de modo contundente e irrevocable.
Por ello, el clima espiritual de la Iglesia es análogo a la ansiosa espera de Israel por su
Mesías. Análogo, pero más agudo, porque palpamos de modo tangible nuestra limitación, primero
moral, ahora, gracias a la pandemia, física. Es patente cómo una y otra vez intentamos “arreglar el
mundo” sin conseguirlo, cómo cada generación de hombres debe luchar contra sus propios
demonios, en una especie de agotadora carrera sin fin que remeda la tragedia de Sísifo. A veces
parecen flaquear nuestros recursos morales, victimas del cansancio, la desesperanza y el
desaliento. Si a ello se añade la incertidumbre respecto a la salud, se torna más urgente la
necesidad de elevar los ojos al cielo y clamar pidiendo ayuda, reconociendo que nosotros solos no
podemos. Una vez más, como siempre, necesitamos de Dios.
El adviento es el tiempo en el que por excelencia tenemos una mayor lucidez y
clarividencia de nuestra necesidad de Dios o, dicho a la inversa, de nuestra insuficiencia. Pero, al
mismo tiempo, es la ocasión de la esperanza por excelencia, porque tenemos la seguridad de lo
que aún no poseemos y anhelamos con fe. Para quien vive bien el adviento no hay duda, Dios
vendrá en el momento más oportuno, a enjugar toda lágrima y dar fin a la titánica lucha por crear
un lugar armonioso para vivir, donándonos la vida eterna. Esta esperanza sobrenatural, con
mayúscula, nos ayuda a sobrellevar las otras esperanzas, con minúscula, que de alguna forma
penden de ella; por ejemplo, la inmediata esperanza de alcanzar el fin de la pandemia y volver a
nuestra vida normal.
En cualquier caso, el adviento nos recuerda que la verdadera vida no es esta, surcada por
limitaciones, sino la vida eterna, donde ya no hay sombra del ocaso, ya no hay temor de perder lo
que Cristo gratuitamente nos ha donado, de una vez y para siempre. A nosotros nos toca, en este
tiempo de inmediata preparación para la Navidad, fomentar en nuestro interior ese anhelo del
Salvador.
P. Mario Arroyo
Doctor en Filosofía
p.marioa@gmail.com
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