P. Mario Arroyo,
Doctor en Filosofía.
p.marioa@gmail.com
Es difícil no caer en shock cuando uno se entera de feminicidios. Más, si cabe, cuando se trata de niñas o adolescentes. Uno termina asqueado de escuchar las noticias, quisiera meter la cabeza en un agujero, cual avestruz y fingir que todo sigue igual. Pero no es así. Un piensa, imagina el sufrimiento, la crueldad.
Duele, duele el sufrimiento de las pequeñas como Fátima, duele la ceguera homicida, la abyección y crueldad de los hombres, la depravación de la condición humana.
Al peligro que tienen las niñas de salir a la calle, a la impotencia de que sea una imprudencia el que lo hagan solas, se une el peligro, más sutil pero igualmente real, de que nos acostumbremos como sociedad.
El desprecio por la vida forma ya, tristemente, parte del paisaje. Es un dato para la estadística. Todos los días lo escuchamos y extrañamente acomodamos nuestra vida como si no se tratara de nosotros, como si por algún sortilegio nunca nos fuera a tocar, como si siempre, necesariamente, los desafortunados fueran “otros”.
La epidermis callosa de nuestra conciencia social, el analgésico cívico que tomamos es ya una droga, para poder vivir de la mano a lo monstruoso.
Las manifestaciones feministas, sus protestas, sus gestos simbólicos nos han ayudado a ponerle rostro a una cantidad creciente de víctimas. Nos ayudan a arrancarlas de la lista, a quitarlas de la estadística, poniéndoles nombre y apellidos, rostros y sueños; sus gemidos nos ayudan a despertar la conciencia y descubrir la corresponsabilidad que tenemos como miembros de una sociedad depravada e insensible.
Sí, las manifestaciones y los reclamos ayudan a que crímenes como los de Fátima, una niña asesinada de apenas siete años, no se vuelvan parte del panorama.
Siempre queda la pregunta, sin embargo, de si es adecuado el modo de hacerlo. Si la estrategia es la correcta. La sociedad está indignada, es evidente. Nadie quiere que ninguna mujer, sea bebé, niña, adolescente, joven, adulta o anciana sea víctima de la violencia.
Todos queremos acabar con esta funesta “estadística”. ¿Qué estamos haciendo mal? Quizá la protesta es justa, pero el modo no resulta adecuado y termina por ser ineficaz, cuando no, tristemente, utilizado para respaldar otras oscuras agendas políticas.
Es doloroso que algunos lucren políticamente con el sufrimiento de la mujer. Resulta un postrer agravio quererlas convertir en palancas políticas, para respaldar una ideología o una agenda completamente ajena a su sufrimiento.
No se trata solamente de que la destrucción de las estructuras sociales, los monumentos, los espacios públicos comunes no sirva absolutamente de nada a la causa. No se trata de un hecho evidente: una realidad mala no se arregla con otra negativa.
Al contrario, el mal se difunde, se multiplica, el malestar social crece y “a río revuelto, ganancia de pescadores”; la violencia se legitima como forma de reclamo, cuando no de vida. La medicina no sólo no es correcta, sino que, al contrario, fomenta la actitud que está en la raíz del desprecio por la vida de la mujer: la violencia.
¿Por qué no en lugar de destruir los espacios públicos y los momentos, los pocos lugares bellos que tenemos como sociedad, no luchamos por devolver su dignidad a la mujer? ¿Por qué no en lugar de afear la ciudad embellecemos a la mujer? ¿Cómo? ¿Qué está en la raíz de los feminicidios, muchas veces acompañados de violencia sexual o fruto de crímenes pasionales? ¿Por qué somos tan miopes?
Es evidente que en la raíz del mal está el desprecio a la mujer. Desprecio que se plasma al convertirla en objeto sexual, pues conduce a verla como cosa, no como persona. Desprecio que se consuma con la pornografía, pues muchas veces recurre a ficciones violentas para satisfacer al consumidor, para excitarlo. La raíz está también en el desprecio de la vida.
Sí, hay que decirlo, aunque arda, aunque sea “políticamente incorrecto”: las feministas del “pañuelo verde” no necesariamente fomentan actitudes que respeten la vida en general y de la mujer en particular.
Fomentan conductas según las cuales es legítimo eliminar una vida inocente cuando estorba, cuando es inoportuna, cuando se opone a mi realización. La vida, para ellas, ya no es algo sagrado; no podemos extrañarnos que tampoco lo sea para quien tiene celos o deseos vehementes.
Hay que ir a las raíces del problema: el permisivismo sexual que despoja a la mujer de un rostro, una historia y unos sueños, para quedarse solo con sus atributos sexuales, y el desprecio por la vida, que le quita su dignidad y carácter sagrado, perdiendo el miedo a privar a nuestros semejantes de lo que les dio Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario