Alejandro Cortés González-Báez,
www.padrealejandro.com
Con frecuencia escuchamos esas controversias —típicas de amigos— en las que los abogados atacan a los periodistas, o los médicos a los psicólogos, o los arquitectos arremeten contra los ingenieros, etc., en las que cada quien defiende la importancia de su profesión, argumentando que son “ellos” los salvadores de la humanidad.
A propósito de este asunto, me permito afirmar que la más noble de las profesiones es la Pedagogía, pues ella se aboca a la formación del ser humano.
Está claro que al referirme a la Pedagogía no me limito a la instrucción de unas materias que han de ser enseñadas a los alumnos en las escuelas, sino a la formación integral de cada persona con una inmensa capacidad de crecer en las virtudes que den como resultado hombres y mujeres maduros con el poder de entender, estudiar, analizar, decidir y tomar decisiones que se transformen en acciones positivas.
La personalidad es la base de la manera de vivir de todo individuo. Si falla, la persona se cae —se derrumba—, y aparece la infelicidad propia y la de los seres queridos, y con mucha frecuencia es la causa de enfermedades mentales. Una forma frecuente de derrumbamiento es la adicción a cosas que producen placer y bienestar inmediato, pero que hace perder la libertad y la felicidad.
Se precisa un fuerte convencimiento de la importancia de la personalidad para ser feliz y, por tanto, de la necesidad de luchar cada día por mantenerla y desarrollarla dentro de los márgenes de la normalidad. Luchar por tener éxito interior facilitará mantener la paz y la alegría. A veces, el objetivo principal de las personas es tener éxitos externos —lo que ven los demás— y se olvidan de una lucha interior que lleva a ese éxito más profundo.
Las personas inmaduras tienen una voluntad débil y su conducta está determinada principalmente por los afectos. Estos sujetos no son dueños de sí mismos, sino que dependen emocionalmente del mundo. Por su falta de dominio personal no pueden ser constantes en la lucha por conseguir sus objetivos.
La voluntad de las personas maduras es fuerte, con una fuerza mayor que la de la afectividad. Por ello, las personas maduras, además de fortaleza, tienen otras virtudes como la constancia, la lealtad, la fidelidad, que permiten persistir en la lucha por conseguir los objetivos que plantea la razón como buenos, valiosos y dignos de vivir y morir por ellos; pues su logro, parcial o total, hace a la persona buena y digna de ser querida por los demás y por sí misma.
Y el amor es la necesidad básica de todo ser humano, que produce felicidad cuando se satisface.
La madurez y la felicidad, pues, van de la mano.
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