Raúl Espinoza Aguilera
La capacidad de escribir un
artículo, un ensayo o un libro, no es algo que se improvise, sino un arte que
hay que cultivar con esmero y dedicación. Relato mi propio itinerario como
escritor, porque considero puede ser de provecho para algunos lectores.
Recuerdo cuando estaba en el
primer semestre de la Carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas de la Facultad
de Filosofía y Letras de la UNAM, fui invitado a colaborar en las páginas
editoriales del diario “El Heraldo de México”.
En ese entonces vivía en una
Residencia Universitaria junto con 90 estudiantes. Por esos días ocurrió un
suicidio colectivo en la Guyana, concretamente en el poblado de Jonestown,
guiados por un exaltado líder.
Me pareció buen tema para
escribir un artículo. Sin embargo, una vez publicado, en aquella Residencia,
comencé a recibir comentarios, del tenor como: “En el fondo, ¿qué fue lo que quisiste decir?”
De un Doctor en Filosofía
recibí un provechoso consejo: “Te recomiendo que, para escribir un artículo, no
lo llenes de citas eruditas. Ya que lo conviertes en un texto arduo y de
difícil comprensión”.
Un Catedrático en Derecho me
dijo: “Me parece que te explayas demasiado en el tema, pero te falta concluir
de manera contundente y concreta”.
El detonador de que tenía que
cambiar en mi forma de escribir, fue cuando un amigo paisano me comentó: “Para
tu consuelo, yo fui el único que comprendió tu artículo de los 90 que vivimos
aquí”.
De esta manera, me di a la
tarea de buscar a maestros de la pluma, por ejemplo, de la “Generación del
‘98”: Antonio y Manuel Machado, Pío Baroja, Ramiro de Maeztu, Azorín, Miguel de
Unamuno, Ramón Valle-Inclán, etc. que impusieron un nuevo estilo de escribir:
claro, sobrio, sencillo, transparente. En lo personal, me habían llamado mucho
la atención por escribir de esta manera: “sujeto-verbo y predicado” y así el
resto de las oraciones.
Las primeras obras literarias
de Camilo José Cela, como “Viaje a la Alcarria”, un sencillo paseo caminando,
que el autor lo convierte en un relato cómico, y “Escenas Matritenses”, que
describe el modo típico de hablar de la gente sencilla que desempeña un oficio,
Cela lo hace con tanta gracia, que al lector le suele dar un ataque de risa.
Descubrí que la espontaneidad
y el buen humor son características de gran valor. Sobre todo, si proviene, de
la gente llana y sencilla.
Por supuesto, tomé como
ejemplo a nuestros brillantes literatos mexicanos, como: Juan Rulfo (“El Llano
en Llamas”), Juan José Arreola (“El Guardagujas”), Carlos Fuentes (“La Región
Más Transparente”), Rubén Marín, etc.
De manera que, además de
escribir sobre temas serios, solía irme al zoológico, a Chapultepec, al Zócalo,
a diversos museos, y reflexionar sobre las virtudes y valores de nuestro pueblo
mexicano y recoger anécdotas divertidas. Claro está que este cambio fue bien
recibido por muchos lectores.
En un libro que escribí,
titulado: “Cómo fomentar el amor en la familia” me decía una prima que en dos
tardes se lo había leído. “Fue como si tuviéramos una conversación de café (de
dos sesiones) y sin sentirlo fui devorando aquellas amenas páginas”.
Otro libro titulado: “#Mejores
Familias”, me comentaba un amigo Notario que para aprovechar mejor sus
traslados por la Ciudad de México tenía un ejemplar y solía dejarlo en el
primer asiento de su camioneta. Su chófer le comentó que también lo estaba
leyendo -en sus tiempos libres- que le había gustado mucho y quería adquirir un
ejemplar. De inmediato, le comenté a mi amigo Notario que, con mucho gusto le
regalaría mi libro a su chófer, además con una dedicatoria.
De esta forma me di cuenta que
el estilo sencillo, alegre, imbuido de buen humor, lleno
de anécdotas divertidas, se convertían en textos asequibles a todo público.
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