Para el 2024 la Iglesia Católica se enfrenta a un desafío particular: la unidad. Lo cual no
deja de ser, hasta cierto punto, traumático, pues la unidad es don del Espíritu y se realiza en la
celebración de la misa de los sacerdotes en comunión con su obispo y de los obispos en
comunión con el Papa. Es decir, esto significa que algo estamos haciendo mal, o que Dios no
está haciendo su parte. Como esto último es teológicamente imposible, no nos queda sino
atender al primer motivo.
Lo anterior, si cabe, se agudiza aún más, pues estamos a medio ejercicio sinodal, es
decir, se está poniendo en marcha una “nueva forma de hacer Iglesia”, cuya característica
fundamental es expresada por esa palabra: “sinodalidad”, que significa “caminar juntos, en la
misma dirección”. Históricamente estamos en el parteaguas entre dos “sínodos sobre la
sinodalidad”, que buscan impulsar este nuevo modo de “hacer Iglesia” impulsado por
Francisco. No es aventurado decir que, de lograrse, será la gran herencia del Papa a la historia
de la Iglesia, pues modificará la manera de gobernarla y tomar decisiones en la posteridad.
Dicho lo cual, no cabe sino constatar que hay otros “actores del drama”. Aunque no
está de moda nombrarlo -sólo en las películas de terror, marcadamente exageradas-, el diablo
es, nos guste o no, unos de los protagonistas del drama. Y su función es precisamente esa:
dividir. Su obra maestra es conseguir la “contradicción de los buenos”, es decir, que personas
buenas, que buscan el bien de la Iglesia, cada una a su manera, según su propio modo de ver la
vida, su cultura y su forma de pensar, estén enfrentadas entre sí. Viene a ser cómo dos burros
que, en vez de tirar del carro en la misma dirección, tiran en dirección opuesta. Y tal parece
que, de momento, lo está consiguiendo.
De alguna forma la división se ha ido gestando a lo largo de todo el pontificado de
Francisco. Su forma de dirigir a la Iglesia y de presentar el mensaje evangélico contrasta
marcadamente con la de sus dos predecesores, que iban en la misma línea. Esto, dentro de
todo, es normal en la historia de la Iglesia, y se ha visto en su historia reciente, baste pensar en
los diferentes modos de dirigir la Iglesia del Venerable Pío XII y de san Juan XXIII. Francisco ha
hecho un esfuerzo por mantener cierta continuidad. Así, durante algunos años mantuvo en
puestos clave de la Iglesia a personas del equipo de Benedicto XVI, como pueden ser los
cardenales Müller y Sarah, o el arzobispo Gänswein. Pero ahora ya no están, digamos que,
desde la renuncia del Cardenal Sarah por límite de edad, los que dirigen la Iglesia son
totalmente del equipo de Francisco. En este contexto histórico se ha ido acendrando la
división, siendo dos los puntos de inflexión: el Sínodo sobre la Sinodalidad y la Declaración
Fiducia supplicans, de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Conversando sobre el sínodo con uno de los participantes, me hacía notar cómo se
notaba esa división en el seno de la Iglesia. Comentaba que la Conferencia Episcopal
Norteamericana había elegido a padres sinodales de línea conservadora; Francisco nombró
liberales para equilibrar la ecuación doctrinal. La Conferencia Episcopal Alemana había
nombrado padres sinodales liberales; Francisco eligió a los pocos obispos alemanes
conservadores que quedan. Decía, curiosamente, cómo a lo largo de la estrecha convivencia
que hubo durante el sínodo, se manifestaban visiblemente esas diferencias. Mientras los
obispos alemanes de diferente línea podían conversar cordialmente a pesar de sus obvias
distancias, los obispos norteamericanos de diferentes partidos no se hablaban, no se
saludaban, evitaban todo contacto. La conclusión que él sacaba era que resultaba un
imperativo urgente tender puentes en el seno de la Iglesia.
La gota que derramó el vaso de esta crisis de unidad fue la Declaración Fiducia
supplicans, que polarizó abiertamente a la Iglesia, haciéndose público el disenso con el
Magisterio pontificio, en diócesis singulares (Prelatura de Moyobamba), países enteros
(Kazajstán) y continentes enteros (África), con el cardenal Robert Sarah apoyando dichas
posturas. Personalmente pienso que se trata de una falta de comprensión sobre el espíritu del
documento, pero en cualquier caso, los hechos evidencian dos realidades divergentes: si de
una parte constituye un escrito profundamente pastoral y esperanzador, de otra es,
claramente, un marcado error de gobierno. Sus efectos, entre los que se encuentra la
aceptación del Papa y de la Congregación de la Doctrina de la Fe de que no se aplique en
África, no permiten pensar otra cosa. En cualquier caso, la tarea que queda pendiente a la
Iglesia en el 2024 es tender puentes dentro de ella misma. El sínodo tiene precisamente esta
misión, pero lamentablemente resulta dudoso que lo consiga, porque en realidad es parte del
casus belli.
Dr. Salvador Fabre
masamf@gmail.com
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