Parece que los jueces británicos gustan de excederse en sus atribuciones, considerándose
una especie de “oráculo”, con capacidad de decidir quién debe vivir y quién no. Una vez más,
como hace 5 años sucediera con Alfie Evans, han determinado que la bebé de ocho meses, Indi
Gregory, debe morir. Es lo mejor para ella -dicen-, y ellos son los únicos capacitados para
determinar qué es lo mejor para la menor. No importa que los padres de la bebé no estén de
acuerdo, ni siquiera que se le haya ofrecido tratamiento en el Hospital Bambino Gesú del Vaticano
y que le fuera concedida la nacionalidad italiana por Giorgia Meloni, para poder ser atendida en
ese país.
De hecho, los jueces tomaron esa posibilidad como una especie de insulto. El juez Peter
Jackson consideró que la idea de que las autoridades italianas estaban en mejores condiciones de
determinar los intereses del bebé era completamente errónea. ¡Claro, lo mejor para la bebé es
morir!, ¿qué duda cabe? No importa que los padres no piensen así, ni los médicos del Hospital
Bambino Gesú. No sólo eso: la bebé debe morir en el hospital, ni siquiera se autorizó a los padres a
llevarla a su casa, mucho menos a sacarla del país. Y, ¡vaya que los atribulados padres hicieron la
lucha! Acudieron primero al Tribunal de Apelaciones de Londres y después al Tribunal Europeo de
Derechos Humanos de Estrasburgo, Francia, con la intención de revocar la decisión, sin obtener
mayor éxito.
Ahora bien, lo que está claro -a mi humilde entender-, es que los tribunales se están
excediendo en lo que a sus atribuciones se refiere. Con esa serie de decisiones y de negativas a las
sucesivas apelaciones de los padres, no parecen formar parte de una democracia europea del
primer mundo, sino de una república totalitaria. Con el mayor desparpajo han eliminado, de un
plumazo, el derecho de los padres a la patria potestad de sus hijos, a decidir qué es lo mejor para
ellos, a buscar todas las maneras posibles de beneficiarlos. En lugar de tomar su lugar, establecido
claramente por el principio de subsidiariedad, se han arrogado la suprema autoridad sobre Indi
Gregory, despojando a sus padres Dean Gregory y Claire Staniforth, de un derecho que les
compete por naturaleza a ellos. Los padres son los responsables de los hijos, quienes los han
traído al mundo, quienes velan por su alimentación, salud y educación, requiriéndose los servicios
del Estado sólo de manera subsidiaria, en aquellos aspectos que los padres no puedan atender
directamente, o a falta de los mismos.
Lo triste del caso es que los jueces no están dispuestos a considerar su arbitraria decisión.
No les importa el grave incómodo de los padres, les tiene sin cuidado el que otro hospital se haya
ofrecido para atender a la bebé. No, la bebé, sí o sí, debe morir, es lo mejor para ella, porque ellos
lo han decidido así. ¿Cabe imaginar mayor prepotencia y abuso del poder? Si el Queen's Medical
Center de Nottingham ha dicho que no puede hacer más por la niña, el Hospital Bambino Gesú, le
abrió sus puertas. Si no tenía futuro en Gran Bretaña, Italia le quería dar otra oportunidad,
concediéndole incluso la nacionalidad, para hacerlo todo en regla.
Los jueces negaron a los padres la posibilidad de llevar a su hija a Roma. ¿Con base en qué
derecho te despojan de la capacidad de llevar a tus hijos a donde quieras? ¿Con qué sustento
jurídico pueden impedirte acudir a otros médicos, cuando unos han reconocido que no pueden
hacer más? ¿Por qué no pueden, ni siquiera, llevar a su hija a su hogar? ¿Eso es propio de un
“Estado de Derecho”? Simplemente el estado británico despojó de sus derechos a los legítimos
padres, y dictaminó, unilateral y absolutamente, que la niña debe morir y no se le deben dar más
tratamientos.
No se trata, ni siquiera, de un caso de eutanasia. Se suele afirmar, eufemísticamente, que
la eutanasia supone la consagración de la capacidad de autodeterminación del ser humano.
Supone, en consecuencia, que el interesado quiera morir y lo exprese repetidas veces de modo
incontrovertible: esa es su voluntad definitiva. El caso de Indi Gregory se parece más a una
condena a muerte, que a una eutanasia. Ella, obviamente, no puede expresar su deseo de morir.
Los responsables naturales de ella, sus padres, no quieren que muera y desean buscar otras
opciones; opciones que encuentran, pero los jueces, arbitrariamente, les impiden acceder a ellas,
y condenan, sin apelación posible, a morir a la bebé. Ante casos como este uno se pregunta, ¿de
qué nos sirve entonces el ordenamiento jurídico?
Dr. Salvador Fabre
masamf@gmail.com
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