A quienes amamos a la Iglesia, considerándola nuestra Madre en la fe y Esposa de Cristo, no
puede sino producirnos una profunda desazón y abatimiento la situación por la que ahora está
pasando. La crisis es múltiple, conoce diversos frentes: desde la abierta persecución en diversos
puntos del globo, como Nigeria o Nicaragua, hasta la solapada persecución que sufre en diversas
democracias laicistas, como Francia o España. A ello se une la dolorosa crisis de la pedofilia
clerical, que no termina de remontar. Pero, junto a estos escenarios, ya de por sí tétricos, se
complica más el panorama por la crisis interna que sufre en la propia jerarquía o autoridad
sagrada: la sorda y solapada confrontación entre sus pastores. La Iglesia padece un sisma de facto
que la desgaja en tres grupos. Simplificando un poco el cuadro, están conformados por los obispos
alemanes liberales, por un lado, los obispos conservadores estadounidenses, como el
recientemente depuesto Joseph Strickland, pero también de otras partes del mundo, como Mons.
Athanasius Schneider, obispo auxiliar de Astana, Kazajstán, por otro y, en medio, la Iglesia apiñada
en torno a Francisco.
Muchas veces, además, el núcleo “apiñado” en torno a Francisco, no entiende algunas de sus
decisiones de gobierno, su modo personal de dirigir a la Iglesia, que en ocasiones siembra
desconcierto y confusión, por la ambigüedad que expresan algunos documentos pontificios. Tal es
el caso, por poner ejemplos recientes, de la posibilidad de dar la comunión a divorciados vueltos a
casar, que tienen una vida sexual activa con su nueva pareja, y que después de un determinado
acompañamiento espiritual, pueden ellos discernir, bajo el consejo de un sacerdote como asesor
espiritual, acercarse a la comunión. O, la posibilidad o no, de que parejas gay sexualmente activas
y transexuales activos, puedan recibir el sacramento del bautismo, ser padrinos y testigos de un
matrimonio sacramental. La redacción del texto oficial de la Congregación para la Doctrina de la
Fe es lo suficientemente confusa como para que quepan las dos posibilidades: sí o no. Sin
embargo, a pesar de estas piedras puestas en el camino de la fe del Pueblo de Dios, muchos
decimos, parafraseando a san Pedro: “Señor, ¿a quién iremos?” Somos conscientes de que la
Iglesia no puede estar sin el Papa, y que sin el Papa no somos nada -católicamente hablando-, de
forma que, aunque no entendemos, creemos, y eso nos lleva a rezar más por Francisco.
Las declaraciones recientes, de dos prominentes eclesiásticos, que gozan de un gran liderazgo
espiritual en el seno de la Iglesia, expresan cabalmente lo complicado de la situación. Quizá la más
escandalosa sea la del Cardenal Gerhard Ludwig Müller, quien fuera Prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe y editor de las Obras Completas de Ratzinger, al afirmar que Francisco “ya
ha pronunciado muchas herejías materiales”. Lo dijo durante una entrevista publicada en
LifeSiteNews, que rápidamente fue sacada de circulación. Pocos días antes, en First Things, otra
importante revista religiosa norteamericana, explicó que en caso de que el Papa cometiera una
herejía formal, quedaría automáticamente privado de su cargo, apoyándose en una referencia de
san Roberto Belarmino, doctor de la Iglesia y jesuita, como el Papa.
Por su parte, el cardenal Robert Sarah, importantísimo autor espiritual de la Iglesia
contemporánea, sostuvo recientemente, durante la presentación del libro “Credo: Compendio de
la fe católica” de Athanasius Schneider, que “la crisis de la Iglesia ha entrado en una nueva fase: la
crisis del Magisterio”. El resultado de esta crisis no puede ser más desolador: “confusión,
ambigüedad y apostasía. Gran desorientación, profundo desconcierto e incertidumbre
devastadoras han sido inoculadas en el alma de muchos creyentes cristianos”. El panorama, como
se ve, no puede ser más desesperanzador.
Ante una situación así, ¿qué hacer? Creo que una salida válida y eficaz consiste en mirar la
historia bimilenaria de la Iglesia, que es también historia de salvación. Eso permite sopesar los
acontecimientos con una perspectiva histórica amplia, con “visión de eternidad”. Y, dentro de ella,
mirar particularmente el ejemplo de los santos. Dos me parecen particularmente relevantes en el
presente contexto histórico: santa Catalina de Siena y san Josemaría Escrivá, pues ambos vivieron
en un tiempo de profunda crisis eclesial y nos brindan ejemplo de cómo vivirla ahora.
La Iglesia en época de santa Catalina no podía estar peor. El Papa vivía en Aviñón, había
abandonado Roma y estaba bajo el control del rey de Francia. Ella intercede para que vuelva a
Roma -contra el parecer de la mayoría de los cardenales, que eran franceses-, al poco muere, y se
realizan simultáneamente dos cónclaves, los cuales eligen a dos papas distintos: había comenzado
el “Cisma de Occidente”. Para la santa no podía ser peor el panorama: había rezado toda su vida
por la vuelta del Papa a Roma, y cuando lo consigue, al poco tiempo, se encuentra con una
situación peor: ¡hay dos Papas! Cabe decir, además, que esa situación de confusión afectó a toda
la Iglesia, habiendo santos que apoyaban a uno y otros que apoyaban a otro. Así, el Papa auténtico
para Santa Catalina no lo era para san Vicente Ferrer, ambos vinculados a la orden dominicana,
por cierto.
En ese contexto, ¿cuál era la actitud de la santa? Son suficientemente explícitas las palabras de
su “Diálogo” (con Dios Padre): “Dulce Señor mío, vuelve generosamente tus ojos misericordiosos
hacia este tu pueblo, al mismo tiempo que hacia el Cuerpo Místico de tu Iglesia; porque será
mucho mayor tu gloria si te apiadas de la inmensa multitud de tus criaturas, que si sólo te
compadeces de mí, miserable, que tanto ofendí a tu Majestad. Y ¿cómo iba yo a poder
consolarme, viéndome disfrutar de la vida al mismo tiempo que tu pueblo se hallaba sumido en la
muerte, y contemplando en tu amable Esposa las tinieblas de los pecados, provocadas
precisamente por mis defectos y los de tus restantes criaturas?” (Diálogo 4, 13).
Es decir, en un contexto de mucho mayor división que el actual, la actitud de la santa fue rezar
y esperar. El problema se solucionó con el tiempo, aunque no le tocó a ella verlo en vida. Otro
santo que rezó intensísimamente por la Iglesia, en un momento de particular crisis: el postconcilio
del Vaticano II, fue san Josemaría. En ese contexto acudió a multitud de santuarios marianos a
pedir por la Iglesia, particularmente a la Basílica de Guadalupe, en México, donde realizó una
novena. En ese contexto acuñó una expresión espiritual muy rica: “me duele la Iglesia”. Tampoco
le tocó a él ver el final de la crisis postconciliar. Fue necesario el pontificado de san Juan Pablo II -
un Papa profundamente mariano-, para calmar las aguas y las cosas volvieran a su cauce.
Otro momento de crisis, descrito admirablemente por san John Henry Newman, fue la
cuestión arriana de la Iglesia durante el siglo IV. Hubo momentos, en ese siglo, en el que la
mayoría de los obispos eran arrianos -es decir, herejes-, mientras el contenido auténtico de la fe
era conservado por el pueblo fiel. Por eso se comenzó a considerar la fe del pueblo creyente como
“lugar teológico”, es decir, testigo de la auténtica fe, que en determinadas circunstancias pueden
no tenerla clara los mismos pastores de la Iglesia.
Estos ejemplos nos permiten conservar la auténtica fe, teniendo claro que la unión con el Papa
y la devoción a María -ambas realidades forman parte del contenido de la fe del pueblo creyente-,
garantizan nuestra permanencia en la auténtica fe de Cristo, en la auténtica Iglesia de Jesús. ¿Y
cuál es la actitud que debemos adoptar? La de santa Catalina y san Josemaría: orar y esperar;
“rezar la Iglesia”.
Dr. Salvador Fabre
masamf@gmail.com
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