sábado, 14 de octubre de 2023

LA PAZ EN TIERRA SANTA

“La paz en Medio Oriente llegará cuando

los árabes amen a sus hijos más de lo

que nos odian a nosotros” Golda Meir

El mundo entero contempla, expectante, el devenir del conflicto armado entre Israel y

Palestina, en Tierra Santa. Si resulta sobrecogedora la crueldad de los yihadistas de Hamás contra

civiles inocentes, especialmente cuando se vierte contra mujeres, niños o ancianos indefensos,

también abruma la dimensión de la respuesta israelí, que arrasa sin contemplaciones todo lo que

encuentra en su camino, para aniquilar a Hamás a cualquier precio, no importándole dejar sin

servicios básicos a 2.5 millones de palestinos, mientras destruye exhaustivamente a sus ciudades.

Contemplamos así, impotentes y con gran frustración, el desarrollo de una espiral de violencia que

parece no tener fin. Esa violencia irracional alimenta así el odio bilateral, perpetuándose de esa

manera el conflicto.

Los que estamos lejos no podemos permanecer indiferentes ante este triste fracaso de la

humanidad. No se trata, ni de apoyar a alguno de los bandos, como si de un partido de fútbol se

tratara, ni de justificar la violencia irracional, especialmente la dirigida contra civiles indefensos o

contra niños y bebés. El sobrecogedor espectáculo de la violencia irracional, conmueve hasta los

cimientos mismos de la civilización humana. Nos muestra la bajeza e inhumanidad de la que

somos capaces, a la que nos avocan el odio y la violencia. Digamos que los protagonistas de esta

guerra no son israelíes o palestinos, sino el odio y la violencia viscerales, que se autoalimentan y

perpetúan en una espiral sin término.

La sensación resultante es de frustración e impotencia. No se ve una solución viable,

acorde con la dignidad humana, que aúne a un tiempo justicia con perdón. Digamos que nos

encontramos ampliamente superados por los hechos, de forma que las herramientas políticas,

diplomáticas y éticas para resolver el conflicto se muestran incapaces de conseguir su objetivo. No

se ve con claridad qué se puede hacer, qué camino hay que seguir. No existe una ruta crítica

posible para seguir, en orden a solucionar definitivamente el conflicto. Es, en definitiva, el fracaso

de la diplomacia y la política, que desemboca en la violencia irracional. Se plasma así, entonces, el

fracaso de la racionalidad humana, la cual se utiliza entonces, exclusivamente, para destruir y

matar al contrincante.

Como cristianos y como ciudadanos contemplamos impotentes esta situación, y ello nos

produce frustración y amargura, íntimo desasosiego. La congoja se enseñorea en nuestro interior

al seguir, ávidos, las noticias. Y, entonces, nos damos cuenta de que no podemos hacer nada, sino

rezar. No tiene sentido enfrascarse en absurdas discusiones y polémicas en las redes sociales,

apoyando a uno u otro bando. Lamentarse simplemente resulta estéril y, a la larga, dañino para la

salud física y mental. Nuestra única salida es la oración.

Las noticias se convierten así, en un “lugar teológico”, una fuente de la oración. A un santo

contemporáneo -san Josemaría Escrivá- le sucedía con frecuencia, al leer el periódico o ver el

noticiero televisivo, que el alma se “le escapaba” en oración, pidiendo por los que sufren,

solidarizándose con ellos. No nos queda a las personas de fe, sino tratar de seguir su ejemplo, para

que la tristeza y la amargura no nos embarguen, enfermando así de tristeza el corazón. La fe nos


dice, además, que la oración no es sólo un auxilio extremo para digerir en nuestro interior las

malas noticias; sino que supone, tanto una ayuda real -no imaginaria ni simbólica- a los que sufren

directamente los efectos de la violencia, los auténticos protagonistas de esta escala de

irracionalidad, como una manera de procesar interiormente tanta bajeza humana, de forma que,

en lugar de destilar amargura en nuestro corazón -como sería lo lógico- destilemos esperanza, es

decir, tengamos una reacción sobrenatural ante los trágicos hechos humanos.

En el fondo la oración produce esperanza -aún en medio del caos-, porque nos

proporciona la confianza de que, de alguna manera misteriosa, los hechos que los hombres no

somos capaces de solucionar -como el conflicto árabe-israelí-, Dios si puede hacerlo. En expresión

de san Juan Pablo II, “la misericordia divina pone un límite a la capacidad del mal que anida en el

corazón humano.” Al unirnos al clamor global de oración por la paz, adelantamos de algún modo

el momento de la misericordia divina.


Dr. Salvador Fabre

masamf@gmail.com

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