“Luz para ver, fuerza para creer”, así resumía Mons. Fernando Ocáriz, Prelado del Opus
Dei, la actitud de aquella persona que está en búsqueda de su vocación, de su camino divino en la
Tierra. Cabe suponer que muchos de los miles de jóvenes que participarán en la próxima Jornada
Mundial de la Juventud en Lisboa, tengan el tema rondando su cabeza y su corazón.
Pienso que la Iglesia es algo muy grande. Las JMJ son una muestra de lo que afirmaba
Benedicto XVI recién elegido, al rememorar la muchedumbre de jóvenes que acudió a venerar los
sagrados restos de san Juan Pablo II: “La Iglesia está viva y es joven.” Resulta algo realmente
admirable, que me atrevería a calificar de sobrenatural: a pesar de los múltiples escándalos en los
que se ha visto inmiscuida la jerarquía de la Iglesia recientemente, la gente tiene fe, los jóvenes
tienen fe, acudirán una muchedumbre de ellos a Lisboa y a Fátima para estar con el Papa y visitar a
la Virgen. Es una muestra palmaria de que la persona humana, en su interior, tiene sed de Dios,
hambre de Dios, necesidad de trascendencia, instinto de lo sobrenatural.
Las JMJ se suceden con regular cadencia, desde que san Juan Pablo II tuviera esa divina
inspiración -curiosamente gracias a la ONU, que proclamó 1985 como Año Internacional de la
Juventud- y fue precisamente Buenos Aires 1987 la primera que tuvo esa entraña universal. Como
su nombre lo indica, son para jóvenes -entiéndase, personas con menos de 30 años-, sin embargo,
como Iglesia estamos todos involucrados. ¿Por qué? Porque, como dice san Ambrosio: “Ubi
Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus” (Donde está Pedro -el Papa- ahí está la Iglesia y ahí está Dios). Y en
las JMJ está el Papa y con él la esperanza de la Iglesia.
No podemos dudar de que los jóvenes son el futuro de la humanidad, y los jóvenes
católicos son el futuro de la Iglesia. Tampoco podemos ignorar las matemáticas, y es un dato que
la práctica de la fe en los jóvenes ha disminuido drásticamente desde la muerte de san Juan Pablo
II. Sin embargo, en las JMJ el Espíritu Santo nos ofrece una bocanada de oxígeno y nos muestra, a
pesar de las estadísticas, que “la Iglesia está viva y es joven.” Ahora bien, las JMJ tienen un punto
débil, o un efecto perverso no buscado. Quizá exagero con la palabra “perverso” porque
simplemente se trata de convertirse en la ocasión de realizar “turismo espiritual.” Es decir, pueden
vivirse sí, cristianamente, pero con una profunda superficialidad: como una ocasión de viajar y, si
tienes suerte y eres capaz de colarte -toda una aventura- tomarte un selfie con el Papa. Para
muchos jóvenes ésta es la meta, de modo que la JMJ pase en su vida como el agua sobre las rocas,
sin dejar rastro, como un cúmulo de gratos recuerdos.
Por eso, insisto, la JMJ nos compete a toda la Iglesia -militante, purgante y triunfante-,
para que unidos en torno al Papa y en nombre de Cristo, le pidamos a Dios que haya multitud de
decisiones de entrega a Dios. La Iglesia lo necesita. Es un dato objetivo que han disminuido
drásticamente el número de vocaciones sacerdotales y, sobre todo, las religiosas. Puede verse en
el Anuario Pontificio, los números no mienten. Es verdad que todos ponemos nuestro granito de
arena en la Iglesia, desde ayudar con ropa vieja, a participar en una misión o colaborar con una
catequesis semanal. Pero para que la Iglesia, la gran familia de Dios con los hombres, subsista, no
son suficientes las ayudas “part time”, se requiere vivir como los primeros cristianos, como los
apóstoles, que sentían el llamado de Jesús y le seguían, le daban toda su vida, no las sobras. En
este sentido, no podemos olvidar que “la Eucaristía hace la Iglesia y que la Iglesia hace la
Eucaristía.” Para que haya Eucaristía y por lo tanto Iglesia, se necesitan sacerdotes. Personas que
le dan a Dios a través de la Iglesia, toda su vida, normalmente desde la juventud.
Pedir por los jóvenes que asistirán, o por los que la verán a través de los medios de
comunicación, para que el Espíritu Santo encuentre el camino para tocar sus corazones y les de
“luz para ver y fuerza para querer” de modo que más allá del “turismo católico” haya abundantes
decisiones de entrega a Dios. La juventud es, en efecto, el momento preclaro para sentir el
llamado de Dios y de seguirlo. La oportunidad de comenzar una gran aventura divina y humana,
donde el amor une la libertad de Jesús que elige con la de la persona que corresponde a su amor.
Dr. Salvador Fabre
masamf@gmail.com
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