domingo, 17 de enero de 2021
CENSURA Y TRUMP
No es una simple anécdota, adecuada para atizar el cotilleo político del momento. Por el
contrario, más allá de los términos del problema, se trata de un evento para pensar, uno de esos
sucesos que, tal vez, con el paso del tiempo y vistos en retrospectiva, se configuren como un
auténtico aviso. Me refiero, por supuesto, a la censura que diversas redes sociales han establecido
a Donald Trump, todavía presidente de los Estados Unidos al redactar estas líneas.
De forma preliminar debo advertir que el presente texto no busca ser propaganda o apología
de Trump. No pretendo pronunciarme sobre si propicio directa o indirectamente el asalto del
Capitolio, si está justificado el impeachment en su contra, o si hubo fraude en las elecciones
estadounidenses. Únicamente se trata de reflexionar sobre un hecho concreto y su relevancia: que
las redes sociales censuren a una persona por sus ideas. En este caso concreto podría traducirse
así: que algunos empresarios con ideas distintas (los dueños de las redes sociales) censuren al
presidente republicano en funciones. O, traducido a términos más coloquiales, “si un grupo
pequeño de empresarios pueden censurar al que en teoría es el hombre más poderoso del
mundo, ¿qué cosa los podrá detener?, ¿quién detenta el auténtico poder de facto?” Por eso la
censura de Trump nos interesa a todos, independientemente de nuestra filiación partidista.
La cuestión linda en una zona fronteriza, se trata de una temática compleja, pues es resultado
de cómo nuestros avances tecnológicos han crecido mucho más rápidamente que nuestras
instituciones políticas y jurídicas. Con el vértigo de la tecnología es fácil quedar en “terreno de
nadie”, en zonas inexploradas dentro de la legalidad y la ciudadanía. En el caso concreto de las
redes sociales, parecieran borrarse los límites de lo público y lo privado, al tiempo que
desaparecen las fronteras nacionales y con ellas las jurisdicciones. De primera impresión, pareciera
que las redes sociales son un asunto público, porque todos accedemos a ellas y se han configurado
como el principal vehículo para participar, intervenir y opinar dentro de la sociedad. La “Primavera
Árabe” no tan lejana, muestra un poco su eficacia, que a lo largo del tiempo no ha dejado de
crecer. Pero la censura de Trump, o el reciente cambio de política informativa en Whats app nos
recuerdan que en realidad son privadas y son negocio.
Digamos que nos gustaría que fueran públicas, de forma que pudiéramos reclamar o exigir un
trato en pie de igualdad, como el resto de los ciudadanos. Pero eventos como la censura de Trump
nos recuerdan que no son así. Son compañías que tienen sus propios criterios, sus protocolos, sus
algoritmos, y nadie nos obliga a contratar sus servicios. Nuestra libertad de no servirnos de ellas
está intacta, pero sabemos que hacerlo es como bajarse del mundo, abandonar la palestra pública.
Es decir, una institución privada se convierte en el medio necesario, casi imprescindible, para
participar en la vida pública. Muchas campañas políticas recientes se han jugado en las redes
sociales, es decir, en un campo privado que tiene apariencia de público.
Pero finalmente son compañías, las cuales, pese a las apariencias, no son imparciales. Tienen
sus propios criterios, defienden sus intereses, y pueden sacar del debate público ¡incluso al
presidente de los Estados Unidos! Si pueden hacerle eso “al hombre más poderosos del mundo”,
¿qué no podrán hacer contigo, estimado lector, y conmigo, simples mortales de a pie? Alguien
podría pensar, “esto solo le pasa a Trump y, a decir verdad, se lo ganó a pulso.” Me gustaría que
fuera así, pero en realidad no lo es. Conozco, de primera mano, páginas de Facebook pro-vida y
pro-familia que han sido retiradas de circulación sin motivo. A mí mismo me han censurado, y he
tenido que cerrar un blog porque ya no podía colgar artículos en Facebook. Me han censurado
desde fotografías de un paseo hasta artículos. ¿Quién establece los criterios del algoritmo? Si uno
no piensa según el canon de lo “políticamente correcto” corre el riesgo de desaparecer del mapa.
Vale la pena reflexionarlo, porque no tenemos muchas alternativas. Por lo menos es bueno ser
conscientes de que somos invitados a un juego en el que casi estamos obligados a jugar, y que no
necesariamente nos tienen que gustar sus reglas. ¿Quién puede pelearse con un algoritmo o con
el dueño de la empresa, que decide los términos del algoritmo?
P. Mario Arroyo,
Doctor en Filosofía.
p.marioa@gmail.com
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