sábado, 19 de septiembre de 2020

¿POR QUÉ LA CRUZ?

Pbro. Mario Arroyo,

Doctor en Filosofía.

p.marioa@gmail.com


Pregunta Rocío, “¿por qué tuvo que morir Jesús en la Cruz?, ¿por qué escogió Dios esa

forma tan tremenda para salvarnos?, ¿cómo explicarlo a alguien que no tiene fe?” De fondo late el

reclamo por el sinsentido del sufrimiento, que choca abruptamente con nuestra racionalidad,

incapaz de integrarlo en un todo con significado. La razón precisa abrirse a la fe, para comprender

esta realidad que, de otra parte, es cotidiana. Plantear la vida sin sufrimiento es plantear una

abstracción, una irrealidad.

La pregunta de Rocío da en la diana del misterio de Dios y su designio salvífico. El mismo

Santo Tomás de Aquino explica que no era la única forma en que Dios podía salvarnos. “Dios podía

haber liberado de los pecados infundiendo directamente su gracia en los hombres…, pues la

justicia divina no tiene necesidad exigir una reparación del pecado para poder perdonar; en ese

caso el perdón no sería injusto…, sino solamente misericordioso” (Cf. S.Th.III,46,2ad3). ¡Ese es el

tema! ¡Dios podría habernos salvado sin necesidad de sufrir tan atroces tormentos! ¿Por qué no

eligió el camino más fácil?

Esta pregunta, en rigor, nadie podría responderla, solo Dios mismo, pero la reflexión

teológica siente el desafío de avanzar alguna explicación plausible o, por lo menos, algún motivo

de conveniencia. Finalmente, si Dios elige ese camino, será por algo. Es un misterio, pero la razón y

las herramientas que nos ofrece la fe, pueden aportarnos algunas pistas para encuadrarlo en un

conjunto de sentido que arroje luz a uno de los misterios más inquietantes de la vida humana: el

dolor.

Dos claves pueden ser útiles para aventurarnos a pensar tan enrevesado problema. La

primera es que, si Dios no hubiera asumido en su misma Persona la realidad del sufrimiento,

quedaría en pie el principal reclamo que le hacen al Creador los hombres: “¿cómo es posible que

un Dios bueno haya creado un mundo en el que hay tanto dolor, tanto sufrimiento,

particularmente escandaloso cuando se trata del sufrimiento de los inocentes?” En efecto, el

principal argumento en contra de la existencia de Dios es la presencia del mal en el mundo. ¿Y

cómo responde Dios al desafío? No elimina el mal y el dolor, como por arte de magia, sino que

sencillamente los asume. Ya no vale descalificar a Dios por la presencia del dolor, o por el

sufrimiento del inocente, pues Él ha sido el único hombre sin pecado, totalmente inocente, y ha

padecido en Carne propia todo el sufrimiento físico y moral de la humanidad. Pero no como la

divinización del masoquismo, sino haciendo una ecuación maravillosa: ha convertido el

sufrimiento propio en la forma más tremenda, auténtica y profunda de manifestar el amor.

Y esa es precisamente la segunda clave. El sufrimiento de Cristo en la Cruz es una

paradoja, pues ha convertido lo más terrible en lo más hermoso. No se ha limitado a redimirnos, a

perdonarnos, a salvarnos, sino que nos ha manifestado a través de este medio tremendo, la

hondura de su amor por nosotros. En la Cruz se nos revela la magnitud del amor de Dios por el

hombre, que carece de lógica y de medida, lo cual nos da un piso firme para plantear nuestra

existencia: la certeza de sabernos amados incondicionalmente por Dios. ¿En qué lógica cabe que

para rescatar al esclavo –a la criatura- hayas de entregar al Hijo? La medida del amor de Dios por

nosotros se nos revela en la Cruz como un amor sin medida, y en ello encontramos la prenda más

cierta de nuestra esperanza.


Nos muestra así Jesús la vía del auténtico amor, que se avala por el sacrificio. Hay que

amar “hasta que te duela”, como las buenas madres. Ese es el amor más puro, más auténtico; muy

por encima de las caricias acarameladas de los tortolitos adolescentes está el amor sacrificado de

las madres. Y por encima de todos, el Amor Encarnado de Jesús en la Cruz. Jesús en la Cruz nos

enseña la clave de la vida, de la felicidad en esta vida: amar sin medida. Y nos lo enseña

asumiendo el realismo y la limitación de esta vida, surcada inevitablemente con el signo del dolor.

Por eso puede exclamar San Josemaría: “Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor

en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma…; y,

con ella, conquistamos la eternidad” (Surco, 887).

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