Pbro. Mario Arroyo,
Doctor en Filosofía.
pmarioa@gmail.com
Nos acercamos bastante a los dos siglos de andadura como nación. ¿Serán suficientes para
mirar nuestra historia sin complejos, con madurez y perspectiva? O seguiremos cómodamente
instalados en mitos, símbolos y figuras que no dejan de ser hermosos, es verdad, pero que
lamentablemente son falsos. Se trata de una historia reconstruida y contada con una finalidad
precisa: transmitir un fuerte sentido de pertenencia, un santo orgullo nacional y forjar así una
nación. Con la nación ya forjada, a dos siglos de su nacimiento, ¿tendremos el valor de mirar la
verdadera historia, no la reconstruida con una noble intención, sino la simple y prosaica realidad?
¿Estamos preparados para aceptar la sobria realidad o preferimos el mito, a la par
hermoso y falso? ¿Queremos que nos cuenten una historia auténtica o preferimos una leyenda
dorada, plagada de ídolos eternos, intangibles e ideales? ¿No será el momento de enfrentarnos a
los verdaderos protagonistas de la historia, hombres reales, de carne y hueso, con sus grandezas y
sus miserias, con sus aciertos y sus errores? En el año 2000, para celebrar con verdad el jubileo,
San Juan Pablo II realizó una purificación de la memoria, en la que expresamente pedía perdón por
los errores y culpas del pasado. Con una décima parte de esa historia, con apenas dos siglos,
¿estaremos preparados para realizar nuestra propia purificación de la memoria? Sería realmente
notable que nosotros pudiéramos realizar en doscientos años lo que a la Iglesia le costó dos mil.
Aceptar nuestra identidad, reconciliarnos con nuestro pasado, con nuestras raíces.
No significa que dejemos de estar orgullosos por ser mexicanos, sino de que no
necesitemos mentiras piadosas para estarlo. Es mejor estar orgulloso de la realidad, por incómoda
y prosaica que pueda parecer, que de la ilusión, por maravillosa que sea. Quizá todavía no lo
estamos, quizá doscientos años sean todavía poco tiempo, quizá no haya fraguado aún el sentido
de pertenencia y de unidad, quizá nos falta todavía madurez histórica y no somos capaces de
resistir aún la cruda realidad.
¿Qué ventajas tendría?, ¿cuál es la utilidad de hurgar en nuestro pasado, buscar la verdad
y no contentarnos con el discurso prefabricado de siempre, que nos exalta y enardece lo suficiente
durante los días patrios? Que los mexicanos nos merecemos una explicación, no solo nos la
merecemos, sino la necesitamos. ¿Cómo explicar, si no, nuestra triste realidad? ¿Cómo es posible
que un pasado glorioso haya producido un presente doloroso? ¿La violencia irracional, la
corrupción generalizada surgieron de la nada, como hongos, sobre unos orígenes de impecable
virtud y heroísmo? ¿En qué momento nos acostumbramos a estos tristes vicios?, ¿cómo
surgieron?
Necesitamos conocer la historia real, para tener un diagnóstico preciso de las causas de
nuestros problemas presentes. No vamos a erradicar los cánceres de la violencia y la corrupción
diciéndonos una y otra vez que somos los mejores; nuestros problemas, bien reales y presentes,
no van a desaparecer porque les demos las espaldas. Pero esos problemas actuales tienen una
genealogía, y desentrañarla supone enfrentarnos a nuestro pasado real, con sus vicios y fracturas,
por doloroso que nos parezca esa toma de conciencia. Parafraseando a Vargas Llosa, deberíamos
preguntarnos, “¿en qué momento se fastidió México?” No para lamentarnos, sino para poderlo
arreglar.
¿Podemos digerir la historia o debemos seguir viviendo de la mitología? ¿Podemos
reconocer a quienes consumaron la independencia –Agustín de Iturbide- o lo seguimos
proscribiendo por sus filiaciones políticas? ¿Podemos reconocer y pedir perdón por las masacres
innecesarias del Padre de la Patria, o la violencia irracional puede ser buena, dependiendo de
quién la realiza? ¿Cómo explicar que todos los protagonistas de la Revolución Mexicana son
héroes, pero todos se mataron entre ellos? ¿Podemos asumir la historia real, con amor y respeto,
para conocer bien las raíces de nuestros logros y de nuestros problemas o todavía es prematuro?
Al acercarse los doscientos años de nuestra andadura como nación, vale la pena preguntárnoslo.
La verdad puede ser dolorosa, quizá menos gloriosa, pero tiene la ventaja de ser real. Hoy la patria
necesita la verdad, no la ilusión.
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