Mtro. Rubén Elizondo,
Departamento de Humanidades de la
Universidad Panamericana, Campus México.
rubeliz@up.edu.mx
Hace algunos años me trasladé a la ciudad de Roma para participar en un encuentro internacional en calidad de invitado. Un día por la tarde, al finalizar la actividad prevista, decidí visitar el Coliseo Romano.
Mientras caminaba por la banqueta de una avenida muy transitada me sorprendió ver una pared espaciosa con un enorme relieve adosado a ella. Conforme avanzaba, distinguí en el relieve la figura de un mapa colosal en el que se advertía la formidable extensión que adquirió, en su momento, el Imperio Romano.
Me detuve un momento para contemplar con más detalle la dilatación e inmensidad que se recogían en esa proyección arquitectónica.
En breves momentos me encontré rodeado de más turistas que miraban en la misma dirección, y que acaso reflexionaban en el legado cultural que Roma había transmitido a la cultura occidental. Yo continué mi camino y, al cabo de unos minutos, me encontré de frente con el Coliseo Romano.
Recuerdo que me detuve fascinado ante el enorme monumento que se presentaba a mi vista. Lo contemplé con lentitud y cuidado. Con la mirada atenta lo recorrí de arriba abajo y de un lado al otro. No una sino varias veces. Me fijé en los arcos, en las piedras, en los colores, en la proyección geométrica de sus espacios, en las columnas y disposición de los segmentos estructurales, y en otros muchos detalles...
Y recordé, no sin emoción, la época de los primeros mártires cristianos que sentó una de las raíces de nuestra civilización.
Asombrado, como estaba, pensé que acaso también podría conocer el patio interior del Coliseo. Enseguida me dirigí a la entrada y logré franquear la puerta principal. Unos pasos más adelante conseguí subir a un andamio y se presentó ante mis ojos el nivel original del suelo arenoso en el que se desarrollaban los espectáculos que el emperador ofrecía a su pueblo.
Luego observé la planta baja con las ruinas que se distinguían muy bien. Y pude reconstruir con la imaginación las celdas en las que se custodiaban a los animales salvajes y a los esclavos que más tarde combatirían como espectáculo para la masa. Realmente estaba maravillado.
Mientras tanto, los grupos de turistas entraban y salían del Coliseo.
De aquella visita había aprendido hechos e interrogantes. No solo había visto piedras, como se dice vulgarmente. Eran piedras con significado, eran piedras que hablaban con lenguaje de un pasado muy reciente. De un pasado muy actual.
Y me pregunté, ¿quiénes fueron los romanos?, ¿qué aportaron?, ¿qué logros consiguieron?, ¿cómo educaron a su pueblo?, ¿qué instituciones fundaron?, ¿cuál fue su principal legado para la posteridad?, ¿qué tanto conocía yo de su cultura?
Me encontré entonces con un límite en el propio conocimiento. Decidí aprender más de aquella cultura romana, forjada a su vez con el paradigma de la cultura griega y enriquecida con la fe y doctrina de la naciente Iglesia Católica. Y desprenderme un poco de la ciencia y de la tecnología.
En cierto sentido, me sentí asfixiado por la ignorancia acumulada a lo largo de tantos años. Después de varios meses de lecturas sobre el legado de la cultura romana, de conocer las aportaciones del pensamiento griego y aprender de la vida y testimonio de los primeros fieles de la Iglesia Católica.
Consideré que era muy necesario aprender más de las raíces de nuestra cultura occidental, entre otros motivos para desintoxicarme un poco de la ignorancia histórica que se percibe en muchas mentes de la época en que vivimos.
De regreso a México investigué acerca de la necesidad de la formación personal en temas de humanidades. Me pareció que todos tenemos hambre de crecer en este tipo de conocimientos y de comprender más a fondo qué es el ser humano; qué somos cada uno; por qué hacemos lo que hacemos; y porqué construimos culturas y civilizaciones; cómo dominamos la naturaleza que nos rodea y qué finalidades pretendemos con ella.
En pocas palabras: la necesidad de recuperar los fundamentos que dieron origen a la Cultura Occidental. Acuñé entonces la frase “Back to Basics”, que no significa volver al pasado, sino recobrar los elementos que, como cimientos de un edificio, conformaron la cosmovisión que sostiene y da sentido al hombre y al mundo en que vivimos.
Ante los conflictos del mundo de hoy me parece que se necesita recuperar de manera radical el interés por la formación humanista.
Porque es evidente, en mi opinión, que para resolver los desafíos que presenta el siglo XXI lo que escasea no son precisamente soluciones técnicas sino ideas humanas, conceptos claros de solidez antropológica y teológica.
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