P. Mario Arroyo,
Doctor en Filosofía.
p.marioa@gmail.com
Los noticieros de todo el mundo se han hecho eco, una vez más, de la terrible crisis que se cierne sobre Oriente Medio: Siria en concreto, y que va siendo ya muy larga y alarmante al mismo tiempo.
Hace no muchos años Francisco invitó a todo el mundo a orar por la paz precisamente en una crisis análoga, que presagiaba una conflagración mundial. Como por arte de magia se desvanecieron las tensiones, no así el drama de Siria, que no parece tener fin.
Apenas en diciembre pasado celebrábamos el fin el Estado Islámico, pero ahora nuevamente la tensión internacional está al límite mientras, impotentes, estamos a la expectativa de poder alcanzar un arreglo diplomático.
Sin embargo, bien mirada, es triste la situación de la humanidad. Apenas hace unos meses estábamos en vilo con las tensiones entre Corea del Norte y Estados Unidos, que presagiaban también un posible conflicto nuclear. Las Olimpiadas de Invierno y el diálogo entre las dos Coreas disiparon los nubarrones de guerra; parece ser que se han enfriado las tensiones entre Coreanos del Norte y Estadounidenses.
Pero no acabamos de salir de una posible crisis nuclear cuando entramos en otra. No nos queda sino rezar, y esperar una solución diplomática, pero la cadencia de conflictos y el peligro de su potencial destructividad invitan a reflexionar.
¿Hay futuro para la humanidad? Ahora no podemos hacer mucho, aparte de orar por la paz, confiando en que Dios con su Providencia algo tiene que decir en la historia y nos prepara algo mejor, sobre todo por su Misericordia, que en expresión de san Juan Pablo II, pone límite a la capacidad de mal y destrucción que anida en el corazón humano.
Esperemos que no se cumplan ahora las profecías de Isaías 17, 3 (“Todo el Reino de Siria dejará de existir, al igual que la ciudad de Damasco… Yo soy el Dios todopoderoso y juro que así será”).
Pero, además de rezar, debemos reflexionar: ¿cómo hemos llegado a este extremo?, ¿cómo es posible que cada momento vivamos con el “Jesús en la boca”, amenazados por la suma de todos los miedos, el temor de un conflicto mundial, de una guerra nuclear?
Algo estamos haciendo mal. Hay que ir a las raíces, pues la oración y la diplomacia pueden superar este problema, pero con monótona cadencia se repetirá si no hacemos algo, y basta una vez que la diplomacia no funcione para que quizá no tengamos ni siquiera la posibilidad de lamentarlo.
En el fondo de todo este caos se evidencia una crisis moral: a un impresionante desarrollo científico y tecnológico no le ha correspondido un progreso moral en la sociedad, más bien todo lo contrario. Por eso estamos en vilo, dependiendo del gobernante prepotente en turno, poseedor de la llave que controla el arsenal nuclear. Si es impulsivo e inmaduro, puede jugarle una mala pasada a toda la humanidad: excesivo poder en manos de quien carece de brújula moral, autocontrol y límites bien establecidos.
Es como tener tendencias suicidas y guardar un revólver cargado en un cajón “por si se ofrece”.
Dicho mal y pronto, la causa de estos dolores de cabeza mundiales es la desproporción ente crecimiento técnico y retroceso moral.
La solución es intentar un desarrollo armónico de la humanidad, que sin menospreciar la ciencia y la técnica, propicie también un crecimiento primero moral, y más tarde político, que nos permita dormir tranquilos, con la seguridad, por lo menos, de que no seremos nosotros mismos quienes nos aniquilaremos.
Pero eso comienza con la educación y las prioridades de una sociedad. Cuando para un estado son más importantes las matemáticas y la técnica que las humanidades, no podremos extrañarnos después de carecer de las herramientas conceptuales necesarias para saber que no todo lo que podemos hacer técnicamente debemos hacerlo, es decir, tener límites.
Actualmente vemos cómo se reducen los cursos de humanidades y se potencian los de matemáticas. Bien, pero eso nos convierte en mejores piezas de una sociedad monstruosa despojándonos de la capacidad crítica para dirigirla. Nos vuelve engranajes de un sistema inhumano, quitándonos las herramientas necesarias para cuestionar y orientar el sistema.
Todo se sacrifica al éxito, a la producción, a la productividad, al crecimiento económico. Pero no se nos dice nada del porqué de esa frenética carrera, ni cómo resolver los inevitables conflictos que surgen en esa inhumana competición.
Es preciso, en consecuencia, recuperar el valor inconmensurable de las humanidades, de la reflexión y de la ética. Con el tiempo sanearán la política y, presumiblemente, dejaremos de pasar estos sustos continuos… Eso si lo hacemos a tiempo, esperemos que no sea demasiado tarde.
Siempre es tiempo de redescubrir el valor factor humano, más importante que el éxito, la eficacia y la productividad. La dignidad del hombre nos recuerda que siendo parte de la naturaleza la trasciende, y que, además de las ventajas personales o nacionales, existen otros criterios de actuación que vale la pena considerar atentamente.
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