jueves, 26 de abril de 2018

ALFIE EVANS O ¿CUÁNTO VALE UNA VIDA HUMANA?

P. MARIO ARROYO,
Doctor en Filosofía.
p.marioa@gmail.com

Quizá con una mezcla de escepticismo, perplejidad y tristeza hemos seguido los esfuerzos de Alfie Evans para sobrevivir, la lucha de sus padres para garantizarle el derecho a recibir una adecuada atención médica, y los de destacados miembros de la sociedad –entre ellos el Papa Francisco-, por respetar el derecho de los padres a decidir sobre el futuro de su hijo. 


Tristemente hemos constatado que, sobre el derecho a la vida, el derecho a ser atendido médicamente y el derecho de los padres a decidir sobre sus hijos pesan los prejuicios ideológicos, primero de un juez y más tarde de todo un estamento de jueces.

En efecto, no se trata sólo de que a juicio de los médicos del Hospital para Niños Alder Hey, o de que incluso el Magistrado Anthony Hayden, y con él la Corte Suprema Británica, consideran que la vida de Alfie no merece la pena y que, paradójicamente, “tenga derecho a morir”; sino que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos respalda dicha postura. 

De hecho, sin que lo digan expresamente, pero sentando antecedentes indudablemente, están defendiendo que el supuesto derecho a “dejar de seguir viviendo” prima sobre el derecho a la vida de un bebé indefenso y el de sus padres de defender esa vida. 

En Europa, hoy por hoy, tiene predominio “el derecho a la muerte” (inexistente en realidad) sobre el derecho a la vida.

Sencillamente, es de locos, el mundo al revés a carta cabal. El hospital, los médicos, el juez, el tribunal imponen su ideología, según la cual la vida de Alfie no merece ser vivida, ni vale la pena luchar por ella, pues tiene una enfermedad incurable. 

Siguiendo esa absurda lógica, quizá deberíamos eliminar a todos los enfermos que padezcan este tipo de enfermedades, y decirle a todos aquéllos que luchan por su vida a pesar de tener un pronóstico adverso, que no merece la pena su esfuerzo. 

Eso es lo que implícitamente sostiene la sentencia que pesa sobre la vida de Alfie y sus doloridos padres. No sólo es que Alfie luche por su vida, sus padres también dan la batalla por sus derechos, pero pesa más la ceguera ideológica de un grupo de médicos y juristas.

Porque, en realidad, ¿qué les cuesta dejarlo subir al avión para ir a Italia a ser atendido? ¿Qué podría pasar? Lo peor que podría pasar es que la naturaleza siga su curso y el pequeño muera. ¿Por qué entonces no lo dejan siquiera intentarlo, cuando hay un hospital y
médicos dispuestos a dar la batalla y respaldar así el deseo desesperado de sus padres? 

La única explicación posible es porque aceptar esa petición (racional, comprensible y coherente) supone reconocer que la vida de Alfie (un enfermo con una enfermedad aparentemente incurable) tiene un valor en sí misma, lo cual no están dispuestos a reconocer.

Para los médicos y los jueces, Alfie (a pesar de su esfuerzo y el de sus padres) solo tiene “derecho a morir”, sólo merece morir, es más, debe morir. 

Hemos llegado al absurdo de que el supuesto “derecho a morir” priva sobre el derecho a la vida e iría contra los derechos humanos prolongar la vida de Alfie. 

Por si quedara alguna duda, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha sancionado dicha sandez.

El pequeño Alfie en realidad no está peleando solo por su vida, sin ser consciente de ello, representa el clamor de la dignidad humana que clama por ser reconocida. Se ha convertido en una pieza de una colosal batalla ideológica. ¿Qué supone dicha dignidad?

Simplemente considerar la vida humana como intangible, como un bien no sometido a otro tipo de intereses ni a ningún conjunto de ideas. Al obligarlo a morir se está reconociendo por la vía práctica que la cultura de la muerte prevalece sobre la cultura de la vida, que los derechos humanos ceden el paso a principios ideológicos, entre ellos, considerar que la vida no es un valor absoluto, sino que debe ser evaluada por un selecto grupo de “expertos” con la capacidad de decidir si tiene valor o no, según una escala por ellos fijada y conocida. A los demás, lógicamente, sólo nos queda bajar la cabeza y aceptar dócilmente su “sabio” proceder. 

Pero el pequeño Alfie se rebeló, evidenciando públicamente la ceguera de los “expertos”. En los planes de médicos y juristas, lo que debería haber sucedido es que el niño muriera al ser desconectado. Al seguir vivo, a pesar de todos los pronósticos, no sólo ha evidenciado lo precario y contingente que pueden llegar a ser los diagnósticos de los expertos, sino también la intencionalidad ideológica de la que él sólo era una pieza a sacrificar. 

Por ello ahora, en vez de procurar su vida, desean su muerte, pues expone impúdicamente, hasta el ridículo, a dictámenes médicos y prejuicios ideológicos convenientemente camuflados detrás de sentencias jurídicas "pseudo-justas". 

Aunque sólo haya durado un día más de “lo planeado” o “lo previsto”, Alfie ha puesto al descubierto el verdadero rostro de la medicina y el perverso derecho de algunos países europeos que, en lugar de defender a la persona, prefieren justificar determinados prejuicios ideológicos.

La lucha de Alfie no solo es por su vida, sino que pone en evidencia la lucha por la vida y con ella por la dignidad humana, contra la cultura de la muerte. 

Parece ser que la segunda prevalece en Europa, pero gracias a Alfie, por lo menos ha sido oportunamente revelada por los medios de comunicación del mundo entero y expuesta al público escarnio.

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