Raúl Espinoza Aguilera
En pocas semanas terminará el
año en curso. Considero que se trata de una época privilegiada para revisar
cómo nos desenvolvimos a lo largo de estos doce meses.
En primer lugar, analizar si
logramos alcanzar las metas profesionales que nos propusimos a fines del pasado
año. También, cómo fue el trato con nuestros compañeros de trabajo o subalternos.
Después, hacer examen de cómo
fueron nuestras relaciones familiares con la esposa, con los hijos y demás
miembros de la familia.
Porque es fácil señalar los
defectos de los demás, pero es más costoso aceptar nuestros propios defectos,
pedir perdón a los ofendidos y hacernos el propósito de mejorar cada día un
poco. Particularmente, si nuestros defectos giran en torno al mal carácter, a la
soberbia o a la pérdida del tiempo.
En ese mismo orden de ideas,
aprender a perdonar de todo corazón. “Olvidar es perdonar”, leía hace poco.
Pero este examen no es para lamentarnos sino para aprender y sacar propósitos
concretos.
Ese examen nos debe llevar a
adquirir una virtud determinada o arrancar un defecto acentuado. Virtudes como
la fortaleza, la serenidad, la paciencia o la magnanimidad.
Muchas veces se tiene la idea
de que la fortaleza es acometer un objetivo, pero conviene no olvidar que es
fuerte quien resiste a las adversidades o a las contradicciones de la vida y no
pierde por ello el buen ánimo, sino que vuelve a la carga con renovadas
fuerzas.
Esto lo vemos mucho en los
atletas que si tienen una pequeña falla, sobre la marcha se corrigen y siguen
luchando. Me viene a la memoria el caso de una corredora que una compañera de
carrera -involuntariamente- le pisó el talón de su pie y cayó. De inmediato, se
puso bien su tenis y de nuevo se puso a correr con gran determinación hasta
alcanzar al pelotón de corredoras que se acercaban a la meta. Para sorpresa del
público y demás corredoras, ella corrió dando grandes zancadas y, por increíble
que parezca, llegó en primer lugar y se llevó la medalla de oro.
También lo vemos en el box, como
en todos los demás deportes, recuerdo al célebre José Ángel “Mantequilla”
Nápoles, famoso por su estilo de esquivar golpes del contrincante y fue campeón
mundial de Peso Welter, que comenzando cierta pelea -se distrajo, bajó la
guardia- y fue derribado por un potente gancho en la mandíbula. Sin embargo, el
atleta caído se fue superando durante el desarrollo del combate hasta derribar
al oponente, rounds más adelante. Y supo aprovechar muy bien esa caída del
contrario, mediante “una lluvia” de ganchos a derecha e izquierda, hasta ganar
el combate. Después fue entrevistado “Mantequilla” Nápoles por varios medios de
comunicación y comentó que se preparó con mucha disciplina y constancia durante
los meses anteriores. Por ejemplo, estudiando a fondo las fortalezas y errores observados
en el contrincante. Por cierto, tardó muchos años en lograr ser campeón mundial.
“El que sabe ser fuerte no se mueve
por la prisa de cobrar el fruto de su virtud; es paciente. La fortaleza nos
conduce a saborear la virtud humana y divina de la paciencia” (Escrivá de
Balaguer, Josemaría, “Amigos de Dios”, N. 78).
La serenidad viene como
producto de la fortaleza y la paciencia. Y esas virtudes nos impulsan a ser
comprensivos con los demás. “Teniendo entrañas de misericordia”, como
repetidamente nos ha dicho el Papa Francisco.
La magnanimidad equivale a
tener el ánimo grande, que nos dispone a salir de nosotros mismos y perdonar a
los demás. A la vez que, a emprender obras valiosas en beneficio de todos,
siempre buscando el bien común de la sociedad.
La laboriosidad es el amor al
trabajo, sea el que sea, y ofrecérselo a Dios lo mejor realizado posible hasta los
últimos detalles, dentro de nuestras personales limitaciones. Procurando
aprovechar al máximo el tiempo de que disponemos.
Hay que considerar siempre que
los valores o virtudes que tenemos son “préstamos” que Dios nos hace y de los
que hay que dar cuenta al final del camino.
Ese examen personal de fin de
año debe de ser sosegado, tranquilo y hecho con valentía, porque el concluir,
verbigracia, “tengo que mejorar en mi mal humor”, pero debe de ser lo más
concreto posible. Con la finalidad de que no quede en algo teórico e
irrealizable. A la vez que ir revisando su avance periódicamente.
“Toda la tradición de la
Iglesia ha hablado de los cristianos como soldados de Cristo. Soldados que
llevan la serenidad a los demás, mientras combaten continuamente contra las
personales malas inclinaciones. (…) Ese
combate espiritual delante de Dios y de todos los hermanos en la fe, es una
necesidad, una consecuencia de su condición de cristianos” (Escrivá de
Balaguer, Josemaría, “Es Cristo que Pasa”, N. 74).
En conclusión, es bueno hacer
el examen de fin de año, pero es mejor sacar buenos propósitos: pocos,
prácticos y concretos.
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