martes, 7 de noviembre de 2023

ANHELO DE TRASCENDER

En México tenemos una curiosa tradición: Hacer “altares de muertos”. A tal efecto se

consigue flor de cempasúchil, manteles de rico colorido, calaveras de dulce -chocolate y azúcar

principalmente-, platos con alimentos que le gustaban al difunto o a los difuntos, pan de muerto,

fotografías de los seres queridos que se van a recordar en esa ocasión y veladoras. Suele estar

coronado con algún elemento religioso, como una Cruz o una imagen de la Virgen de Guadalupe.

Un amigo me hizo notar, curiosamente, que este año, en la universidad que él dirige, se encontró

con un altar de muertos dedicado a un perro, a una mascota; no sabía si reír o llorar. Era el

ejemplo de una cultura fusión, primero entre la prehispánica pagana y la cristiana española, pero

ahora enriquecida con la animalista postmoderna.

Su narración me hizo recordar un percance reciente del Papa Francisco. Él mismo lo relata:

se acercó una señora con una carriola, pidiéndole la consabida bendición. El Papa sonrió y se

acercó para ver al bebé y bendecirlo. ¡Cuál no sería su sorpresa al descubrir que no era un bebé

sino un perrito lo que llevaba! El manso y paciente Francisco se enojó - ¡vaya que tiene mérito

conseguir hacerlo enojar! - y regañó a la señora, señalándole que había muchos niños que mueren

de hambre y que no era justo tratar así a un animal. Le parecía un exceso ese trato dirigido a un

animalito, cuando no cuidamos de igual forma de nuestros semejantes; por su parte, a mi amigo le

parecía desproporcionado dedicar un “altar de muertos” a una mascota.

¿Por qué? Por la trascendencia. El animal, la planta, viven y ya está, en su vida está el

cumplimiento de su función. A veces incluso en su muerte: los animales y las plantas que son

sacrificados para nuestra supervivencia, para nuestra alimentación. El animal no tiene necesidad ni

posibilidad de trascender. El ser humano, en cambio, sí la tiene; más incluso, es su aspiración

espiritual fundamental. Es la muestra práctica de que no sólo es materia convenientemente

organizada -como lo son el animal y la planta-, sino poseedor de un alma espiritual y, por lo tanto,

trascendente a nuestras coordenadas de espacio y tiempo.

¿Qué es la trascendencia? Una necesidad espiritual del hombre. Una necesidad vital de su

naturaleza, por la cual quiere ir más allá de lo que le ha sido dado materialmente. Es una prueba

de la existencia de la realidad espiritual, precisamente porque supone una sed de algo inmaterial,

de una realidad que en cierta forma no perciben nuestros sentidos inmediatamente, pero que está

ahí, esperando ser descubierta. Es el imperativo de ir más allá de la satisfacción de nuestras

necesidades vitales y de la especie: comer, beber, reproducirse, descansar, disfrutar. Es el prurito

de romper las barreras del tiempo y del espacio con la fuerza del espíritu.

Son diversos los modos con los cuales el espíritu humano trasciende. Es clásico el refrán de

que hay que cumplir con tres requisitos en esta vida: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un

libro. Los tres son modos de que algo de nuestro yo permanezca a través del tiempo, cuando ya

nuestro cuerpo haya vuelto a la tierra de donde salió. Si reflexionamos un poco, descubrimos la

increíble envergadura que supone tener un hijo. Porque los padres proporcionan la materia

fundamental para su formación -el óvulo y los espermatozoides-, pero Dios le infunde el alma

espiritual, de forma que ese nuevo ser creado con la cooperación humana, va a durar para

siempre. El cuerpo muere, pero a la larga resucita, mientras que el alma perdurará para siempre,

el universo material habrá alcanzado su muerte térmica y, sin embargo, el alma perdurará todavía,


es -en expresión teológica- “eviterna”; es decir, tiene un principio, pero no tiene fin. Traer un hijo

al mundo es una de las formas por excelencia de trascendencia.

No es la única forma de trascender que tiene el ser humano. El arte, la ciencia y la técnica

lo son también. En general todo aquello que manifieste nuestra capacidad creadora, lo que nos

permita hacer surgir algo auténticamente nuevo, ya sea para la contemplación -como es el caso

del arte: literatura, pintura, escultura, arquitectura, danza, etc.-, o para el uso y servicio de

nuestros semejantes, con la ciencia y la técnica. Toda capacidad creadora de belleza, o que sirva

para la transformación y mejoramiento del mundo, constituyen formas propiamente humanas de

trascender, de las que los animales carecen.

Pero la trascendencia por excelencia es espiritual, religiosa. Consiste en cultivar nuestra

vida interior, nuestra riqueza interior, descubrir -asombrados- cómo somos capaces de entrar en

un diálogo vivo con Dios. Porque si bien tanto el arte, como la ciencia y la técnica, son formas de

trascender, no sacian, sin embargo, nuestras hambres de infinito, de trascendencia. Es como decir:

“sí, eso era, pero todavía anhelo más”. Por ello, muy bien dice san Agustín: “nos hiciste Señor para

Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti”. Sólo Dios puede colmar nuestras

hambres de infinito y de trascendencia, siendo esta “sed de Dios”, de lo eterno, una prueba de su

existencia y de la componente espiritual de nuestra naturaleza.

Por eso tiene sentido hacerle un “altar de muertos” a una persona, pero no a un perro. A

un perro se le puede bendecir, pero no puede ocupar el lugar de un hijo, aunque eso parezca estar

de moda; en realidad, esta actitud encierra un profundo error antropológico y tarde o temprano

pasará factura, sea a las personas en particular que a la sociedad en general.


Dr. Salvador Fabre

masamf@gmail.com

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