En México tenemos una curiosa tradición: Hacer “altares de muertos”. A tal efecto se
consigue flor de cempasúchil, manteles de rico colorido, calaveras de dulce -chocolate y azúcar
principalmente-, platos con alimentos que le gustaban al difunto o a los difuntos, pan de muerto,
fotografías de los seres queridos que se van a recordar en esa ocasión y veladoras. Suele estar
coronado con algún elemento religioso, como una Cruz o una imagen de la Virgen de Guadalupe.
Un amigo me hizo notar, curiosamente, que este año, en la universidad que él dirige, se encontró
con un altar de muertos dedicado a un perro, a una mascota; no sabía si reír o llorar. Era el
ejemplo de una cultura fusión, primero entre la prehispánica pagana y la cristiana española, pero
ahora enriquecida con la animalista postmoderna.
Su narración me hizo recordar un percance reciente del Papa Francisco. Él mismo lo relata:
se acercó una señora con una carriola, pidiéndole la consabida bendición. El Papa sonrió y se
acercó para ver al bebé y bendecirlo. ¡Cuál no sería su sorpresa al descubrir que no era un bebé
sino un perrito lo que llevaba! El manso y paciente Francisco se enojó - ¡vaya que tiene mérito
conseguir hacerlo enojar! - y regañó a la señora, señalándole que había muchos niños que mueren
de hambre y que no era justo tratar así a un animal. Le parecía un exceso ese trato dirigido a un
animalito, cuando no cuidamos de igual forma de nuestros semejantes; por su parte, a mi amigo le
parecía desproporcionado dedicar un “altar de muertos” a una mascota.
¿Por qué? Por la trascendencia. El animal, la planta, viven y ya está, en su vida está el
cumplimiento de su función. A veces incluso en su muerte: los animales y las plantas que son
sacrificados para nuestra supervivencia, para nuestra alimentación. El animal no tiene necesidad ni
posibilidad de trascender. El ser humano, en cambio, sí la tiene; más incluso, es su aspiración
espiritual fundamental. Es la muestra práctica de que no sólo es materia convenientemente
organizada -como lo son el animal y la planta-, sino poseedor de un alma espiritual y, por lo tanto,
trascendente a nuestras coordenadas de espacio y tiempo.
¿Qué es la trascendencia? Una necesidad espiritual del hombre. Una necesidad vital de su
naturaleza, por la cual quiere ir más allá de lo que le ha sido dado materialmente. Es una prueba
de la existencia de la realidad espiritual, precisamente porque supone una sed de algo inmaterial,
de una realidad que en cierta forma no perciben nuestros sentidos inmediatamente, pero que está
ahí, esperando ser descubierta. Es el imperativo de ir más allá de la satisfacción de nuestras
necesidades vitales y de la especie: comer, beber, reproducirse, descansar, disfrutar. Es el prurito
de romper las barreras del tiempo y del espacio con la fuerza del espíritu.
Son diversos los modos con los cuales el espíritu humano trasciende. Es clásico el refrán de
que hay que cumplir con tres requisitos en esta vida: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un
libro. Los tres son modos de que algo de nuestro yo permanezca a través del tiempo, cuando ya
nuestro cuerpo haya vuelto a la tierra de donde salió. Si reflexionamos un poco, descubrimos la
increíble envergadura que supone tener un hijo. Porque los padres proporcionan la materia
fundamental para su formación -el óvulo y los espermatozoides-, pero Dios le infunde el alma
espiritual, de forma que ese nuevo ser creado con la cooperación humana, va a durar para
siempre. El cuerpo muere, pero a la larga resucita, mientras que el alma perdurará para siempre,
el universo material habrá alcanzado su muerte térmica y, sin embargo, el alma perdurará todavía,
es -en expresión teológica- “eviterna”; es decir, tiene un principio, pero no tiene fin. Traer un hijo
al mundo es una de las formas por excelencia de trascendencia.
No es la única forma de trascender que tiene el ser humano. El arte, la ciencia y la técnica
lo son también. En general todo aquello que manifieste nuestra capacidad creadora, lo que nos
permita hacer surgir algo auténticamente nuevo, ya sea para la contemplación -como es el caso
del arte: literatura, pintura, escultura, arquitectura, danza, etc.-, o para el uso y servicio de
nuestros semejantes, con la ciencia y la técnica. Toda capacidad creadora de belleza, o que sirva
para la transformación y mejoramiento del mundo, constituyen formas propiamente humanas de
trascender, de las que los animales carecen.
Pero la trascendencia por excelencia es espiritual, religiosa. Consiste en cultivar nuestra
vida interior, nuestra riqueza interior, descubrir -asombrados- cómo somos capaces de entrar en
un diálogo vivo con Dios. Porque si bien tanto el arte, como la ciencia y la técnica, son formas de
trascender, no sacian, sin embargo, nuestras hambres de infinito, de trascendencia. Es como decir:
“sí, eso era, pero todavía anhelo más”. Por ello, muy bien dice san Agustín: “nos hiciste Señor para
Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti”. Sólo Dios puede colmar nuestras
hambres de infinito y de trascendencia, siendo esta “sed de Dios”, de lo eterno, una prueba de su
existencia y de la componente espiritual de nuestra naturaleza.
Por eso tiene sentido hacerle un “altar de muertos” a una persona, pero no a un perro. A
un perro se le puede bendecir, pero no puede ocupar el lugar de un hijo, aunque eso parezca estar
de moda; en realidad, esta actitud encierra un profundo error antropológico y tarde o temprano
pasará factura, sea a las personas en particular que a la sociedad en general.
Dr. Salvador Fabre
masamf@gmail.com
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