Raúl Espinoza Aguilera
¡Cuántos recuerdos vienen a mi
memoria al mirar hacia atrás y, agradecido, valorar en todos los aspectos en
que nos formaron nuestros padres!
Parece increíble, pero a
medida que pasan los años vamos aquilatando todos los bienes recibidos. Desde
un padre, que nos enseñó a estudiar con orden y disciplina, a ser fuertes,
pacientes, a aprender a comportarnos apropiadamente ante cualquier situación. Como
era adolescente, cualquier duda que tenía en cuanto a la sexualidad se la
preguntaba, lo mismo que fenómenos sociales que presenciaba, como: la
drogadicción, la pornografía, la orientación en determinadas lecturas, etc.
O una madre, que siempre
estuvo a mi lado inspirándome, orientándome, ayudándome con las tareas (mi
padre me auxiliaba con los problemas de Matemáticas), formándonos desde el modo
de sentarme a la mesa y en mil detalles de urbanidad. En mi caso, fue ella la
que nos inculcó la formación en la piedad cristiana.
Recuerdo un año en concreto,
en tiempo de Cuaresma como el que estamos viviendo, me invitó a que asistiera a
unas pláticas cuaresmales que se darían en la Parroquia dirigidas por un
sacerdote predicador que venía desde Guadalajara a mi natal, Ciudad Obregón,
Sonora. A mí no se me antojaba asistir y ella me iba recordando las fechas y
los horarios. Yo me resistía auténticamente “como gato boca arriba”. Y como
dice la canción de “La Negra” que dice “a todos dices que sí, pero no le dices
cuando”. Le iba dando largas a este asunto, hasta que un día me dijo: “Hoy a
las cuatro comienzan las pláticas. Deberías de ir porque te harán mucho bien”. Efectivamente
fui, pero me senté en la última banca de la iglesia, muy cerca de la puerta de
salida, con la intención de si me resultaba aburrida dicha plática, me iría
cuando antes y en casa diría que sí estuve ahí.
Por esos años estaba muy de
moda una melodía que cantaba el sonorense Javier Solís y que decía: “Sombras
nada más, entre tu vida y la mía / sombras nada más entre tu amor y mi amor”.
Reconozco que me gustaba mucho y la escuchaba con gusto en la radio. Pues para
mi sorpresa, el Orador Sagrado comenzó su prédica utilizando esos mismos
versos, comentando que reflexionáramos cómo era nuestra relación con Dios. Si
nos movíamos “entre sombras nada más”, a distancia y era más bien un Ser
Desconocido. Y eso me sacudió interiormente porque así era mi relación con
Dios: fría, lejana, sin interés por acercarme a Él.
Entonces decidí quedarme a esa
primera plática y fue desglosando otras canciones de moda, pero aplicadas a la
vida interior. Y el resultado fue que decidí permanecer en todas las pláticas.
Al finalizar, después de varios días de escuchar a aquel sacerdote, tuve una
metamorfosis interior: de la inicial repulsión que sentía por todo lo clerical
terminé “como un manso corderito” acudiendo al confesionario para hacer una
buena confesión, después de muchos años no hacerla. Después comulgué y “me
sentí como si entrara a una vida nueva”, como si mi existencia hubiera dado un
giro de ciento ochenta grados. Acabé dándole gracias a aquel buen sacerdote y,
sobre todo a mi madre, quién fue la que estuvo pendiente de que asistiera,
naturalmente respetando mi libertad.
Y es que la familia es una
escuela de amor, donde se transmiten los valores y un estilo familiar que da
sello propio a cada hogar. Es decir, es el lugar donde deben aprenderse las
mejores lecciones de vida. Cada uno de los hijos es moldeado en los buenos
hábitos, valores y virtudes. Y es precisamente el cariño, la alegría, la
paciencia y el optimismo, el ambiente idóneo que ayuda en esa labor de
formación. ¡Qué importante es que los padres ayuden a visualizar ideales, metas
a largo, mediano y a corto plazo! Y en cada paso que vayan nos ayudando a concretar
esos retos y desafíos. De esta manera, se edifican personalidades que saben qué
quieren hacer con sus vidas, se forjan caracteres firmes, con anhelos de
superación en cada etapa.
Pero también intervienen los
hermanos. Recuerdo que cierto día mi hermana mayor me comentó que a ella y a
sus amigas les había hecho mucho bien un libro, titulado: “Camino” de Monseñor
Josemaría Escrivá de Balaguer. Me ofreció un ejemplar para que lo leyera. De
entrada, pensé que se trataba de un libro muy clerical, “mochilón” como se dice
en el argot coloquial y que “derramaba miel” por tener una piedad melosa. Pero
no fue así, lo abrí de mala gana, pero al leer aquel primer punto en que dice:
“Que tu vida no sea una vida estéril. Sé útil. (…) Ilumina con la luminaria de tu
fe y de tu amor”. (…) Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de
Cristo que llevas en el corazón”. Reconozco que de inmediato cambié de opinión
y le dije a mi hermana: “Sí me interesa leerlo”. Porque estaba abriéndolo en el
capítulo “Carácter” y el autor continuaba comentando virtudes como voluntad,
energía, ejemplo y muchos otros aspectos de superación personal y espiritual.
También influyen en la
formación los tíos y, en mi caso y de modo particular mi abuelo materno, quien
había sido Presidente Municipal de Navojoa, además de ser agricultor, ganadero
y hombre de negocios. Él me insistía que eligiera muy bien mi carrera
universitaria y que procurara no ser del montón, sino destacar siempre. Entré a
la carrera de Filosofía y Letras y se alegró mucho porque, al terminarla,
recibí una beca para estudiar un Posgrado en Comunicación por una prestigiada
universidad de España.
“¡Aprovecha bien esa excelente
oportunidad de conocer otro país y tener buenos profesores!”-me insistía. Y así
fue. A mi regreso fui pronto a verlo para relatarle, en líneas generales, todo
lo que había aprendido con gran complacencia de mi abuelo.
“Ahora tienes que dar buenos
frutos de todo ese aprendizaje”. Y seguía de cerca mi desarrollo profesional. Nunca
agradeceré bastante esa formación familiar recibida.
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