viernes, 17 de diciembre de 2021
EN LOS 85 AÑOS DEL PAPA FRANCISCO
P. Mario Arroyo,
Doctor en Filosofía.
p.marioa@gmail.com
Jorge Mario Bergoglio cumplió este 17 de diciembre 85 años, la edad que tenía Benedicto
XVI al renunciar, casi la edad de San Juan Pablo II al fallecer (84 años, 11 meses). Como se puede
ver, una edad crucial. Pero, a pesar de su reciente intervención quirúrgica y a que tiene un pulmón
funcionando a media capacidad –le extirparon un lóbulo del pulmón derecho cuando tenía 21
años-al Papa se le ve en plena forma, metido al 100% en los graves problemas de la humanidad y
en los desafíos de la Iglesia.
En efecto, Francisco ha metido nuevamente a la Iglesia en el gran debate contemporáneo,
siendo una voz escuchada en lo referente al cambio climático o a la crisis de los migrantes, por
citar sólo dos rubros donde su intervención ha sido decidida y ampliamente reconocida. Le ha
plantado cara, con humildad y decisión, a la crisis de pederastia en la Iglesia; pero no se ha
limitado a ser un apagafuegos en este aspecto, pues ha relanzado a la Iglesia a un decidido
apostolado: “la Iglesia en salida” como le gusta llamarla, y ha vuelto en ese intento, a lo esencial, a
anunciar con nuevos bríos, a Jesús de Nazaret a un mundo cansado.
Francisco, con sus gestos, ha dado una nueva fisonomía al papado. En efecto, son
paradigmáticas y ejemplares las imágenes de todo un Papa lavándoles los pies a un grupo de
delincuentes en una prisión; o departiendo con los “sin techo” el día de su cumpleaños; o
besándoles los pies a un grupo de dirigentes africanos suplicándoles que pongan fin a una guerra
fratricida. Digamos que, por gestos elocuentes, no se queda corto su pontificado, todo lo
contrario. Y, esos gestos, no forman parte de una estudiada campaña mediática, sino que son
auténticos, pues ya los vivía siendo arzobispo de Buenos Aires. Sólo los ha llevado a la Sede de
Pedro, y ahí han tenido un efecto multiplicador, que confronta a la Iglesia misma, de forma que
todos nos sentimos inclinados a salir de nuestra zona de confort al encuentro del hermano que
sufre; todos nos sentimos interpelados a contribuir para hacer de este mundo un mejor lugar,
luchando contra las estructuras de pecado o, en positivo, para edificar la civilización del amor.
El Papa Francisco también ha tenido muy presentes a los de su edad desde el principio del
pontificado. Ha denunciado con fuerza a la “cultura del descarte”, siendo los ancianos los primeros
olvidados o relegados por una sociedad marcadamente individualista, donde lo que cuenta es el
“yo” y sus apetencias. Paradójicamente ahora es un anciano el protagonista, un anciano con una
inmensa capacidad de convocatoria de jóvenes a través de las Jornadas Mundiales de la Juventud
que le ha tocado presidir. Un anciano con alma joven que clama para que no se les arranque a los
jóvenes la esperanza, que se dirige a un mundo donde tantas veces los jóvenes ya enfrentan le
vida con un corazón cansado; el alto y creciente índice de suicidios juveniles no permiten exagerar
este punto. Un anciano que invita a los jóvenes a entablar el diálogo con sus abuelos para que
sean conscientes de sus raíces y no sean desarraigados y por tanto fácilmente manipulables.
Por todo lo anterior, no nos queda sino agradecerle a Francisco su fidelidad a Dios, a la
Iglesia, a la humanidad. Agradecerle y, ¿por qué no?, admirar su vitalidad espiritual, su empuje,
sus enfoques directos, claros, esperanzadores. Es, sin lugar a dudas, un ejemplo de vida lograda.
Desde la altura de sus 85 años puede verse toda su vida con cierta perspectiva, y se puede concluir
que ha valido la pena, que todo ese esfuerzo y sacrificio han producido dos realidades
estrechamente emparentadas: una vida feliz –la de Jorge Mario Bergoglio- y una vida fecunda; nos
enseña así cómo vida feliz y vida fecunda, van de la mano. ¿El secreto? Una vida de fe, de
esperanza, de caridad.
¿Qué podemos hacer en consecuencia? Agradecer a Dios el habernos dado un pastor
como Francisco, con su vida a la par feliz y fecunda. Rezar por él, pues el peso de la Iglesia y del
mundo que se ha echado sobre sus espaldas es muy grande, y no podemos permitir que lo lleve
solo, sino que se encuentre respaldado por nuestras oraciones. “Rezad por mí” es su insistente
petición y no nos queda más remedio que acogerla con generosidad. Y aprender de él cómo una
vida de fe es una vida fecunda, una vida que vale la pena, una vida plena, una vida feliz.
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