P. Mario Arroyo,
Doctor en Filosofía.
p.marioa@gmail.com
Ya se está haciendo costumbre que las marchas a favor del aborto incluyan una fuerte dosis de violencia. Atacar templos católicos, grafitearlos, amagar con incendiarlos forma parte del menú, de la fiesta abortista.
A ello se une la burla, sátira y mofa de los símbolos religiosos, pública e impunemente pisoteados. Se trata de un acto provocativo disonante con la cultura cívica de la sociedad.
En efecto, quienes están involucradas en dichas marchas confunden “libertad de expresión” con “libertad de agresión”. La primera es real, la segunda no existe.
Lo extraño es la pasiva connivencia de las autoridades para defenderse de las agresiones incivilizadas, características de estas protestas. En una especie de miedo atávico, de tabú, quizá por temer lesionar la “libre expresión”, o por tener asimilados en lo más profundo del inconsciente, prejuicios “machistas”, que conducen a respetar a la mujer y a no tocarla “ni con el pétalo de una rosa”, terminan permitiendo una manifestación violenta y grotesca a la vez.
Es decir, fracasan a la hora de custodiar el orden establecido, el derecho de propiedad y la libertad religiosa, no se sabe muy bien por qué, como padeciendo una especie de “error en el programa” o “punto ciego del sistema”; situación que los deja perplejos, carentes de los protocolos necesarios para enfrentarla.
Las autoridades encargadas de custodiar el orden público, en una mezcla de perplejidad y aturdimiento, fracasan en su cometido, víctimas de su pasividad; pero la sociedad sufre también el mismo de fenómeno de parálisis moral y cívica, incapaz de hacer respetar sus derechos ni el orden público.
Quizá por el mismo motivo: machismo interiorizado en lo más profundo de inconsciente colectivo, dejan que la mujer grite, destruya y realice todo género de manifestaciones histéricas.
Resulta extraño, sin embargo, dado que vivimos en una sociedad fuertemente sensibilizada frente la violencia. Desde la más tierna infancia se les enseña a los niños a respetar a sus iguales, más aún a las mujeres, pero, en general, a todo: animales, plantas, naturaleza, las ideas de los demás, la diversidad. Se ponen letreros por todos lados invitando a la tolerancia, a la no discriminación, se desarrollan habilidades y competencias de comunicación y empatía.
Sin embargo, incomprensiblemente, se toleran este tipo de manifestaciones agresivas y violentas.
Lo más disonante, en efecto, es que se tiene una hipersensibilidad por la violencia del lenguaje, hasta el punto de crearse “zonas seguras”; se estira el uso del término “violencia” mucho más allá de su significado; en ocasiones hasta confundir ser violento con disentir civilizadamente de la opinión ajena.
En algunos temas, de hecho, la libertad de expresión se limita; hay cosas que no se pueden decir, ni siquiera educadamente y con fríos datos duros, por temor a incomodar u ofender. Esto se da, de forma particular, en los “espacios seguros” que se construyen dentro de la sociedad. En el fondo, terminas por ser libre de pensar lo que quieras, pero no puedes decirlo, ni siquiera educadamente o con datos científicos.
Por contrapartida, el discurso de estas marchas, no solo suele “incitar a la violencia”, sino ser francamente, crudamente, descaradamente violento e incluso grosero, soez. Sin embargo, al respecto, “nadie dice nada”. Se impone un absurdo silencio, en aras de la civilización, la tolerancia y el respeto, frente a una actitud claramente incivilizada, provocativa y violenta. La diferencia de medidas resulta escandalosa, la pregunta es ¿por qué?
De hecho, nadie puede dudar que el aborto es un acto violento, no natural. Se trata de introducir la violencia en el seno de una madre. Es lógico que para justificarlo se utilice un lenguaje y una actitud violenta, pues lo que se reclama es el “derecho” a ejercer la violencia. Ello explica la incivilizada actitud de las protestas, pero no la pasividad de la sociedad y el “mirar a otro lado”, ignorando los daños infringidos durante las protestas o los derechos cívicos claramente violados o pisados durante su desarrollo.
Una posible respuesta para aclarar el “enigma”, es que la reacción absurda y surrealista frente a este tipo de atentados es la “punta del iceberg”.
En efecto, aquí aparece claro cómo toda la parafernalia civil, de la civilizada sociedad democrática moderna, se viene abajo si se rechazan sus fundamentos, si se secan sus raíces. Precisamente son sus fundamentos cristianos los que le han llevado a reconocer la dignidad humana y a actuar civilizadamente en consecuencia; desplazados estos, la sociedad y las instituciones van a la deriva de quien detente el poder de facto, poder político, mediático, o ambos.
Sin ese fundamento, sin esa raíz, no hay forma de hacer frente a la prepotencia y a la violencia, ni de custodiar eficazmente los derechos ni la convivencia civilizada.
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