P. Mario Arroyo,
Doctor en Filosofía.
p.marioa@gmail.com
Uno de los signos esperanzadores de estos tiempos es la difusión cada vez más amplia durante la Semana Santa de las famosas “Misiones”, cómo una forma concreta que tienen los jóvenes de compartir su fe, su alegría y su afán de servir durante esos días.
Otros, quizá menos ambiciosamente, prefieren denominarlas “labores sociales”, poniendo el acento en el servicio social prestado: visitar enfermos y ancianos, pintar una iglesia o un colegio rural, ayudar a construir una casa, construir una letrina o un canal de riego, etc.
No es que sean exclusivas de la Semana Santa, pero sí es llamativo cómo bastantes jóvenes aprovechan esta oferta para tener una alternativa, a la par útil y entretenida, de vivir bien los Días Santos. No necesariamente, sin embargo, son personas creyentes todos los que participan, pues muchas veces asisten personas no practicantes, para quienes ayudar al prójimo necesitado resulta una excelente manera de aprovechar el periodo vacacional.
Con frecuencia, las poblaciones beneficiadas se encuentran en lugares remotos, bastante ajenos al trajín de la ciudad. Esta característica facilita la vivencia de una experiencia más auténtica y sugerente, pues mantienen vivas costumbres y tradiciones ancestrales; de alguna forma resulta como si el tiempo se hubiese detenido en ese lugar, una sencilla manera de volver al pasado, simplemente desplazándonos lo necesario de la ciudad.
Una experiencia común, compartida por la mayoría de quienes participamos en estas actividades, es que los mayores beneficiados somos nosotros, y no lo lugareños a quienes queremos ayudar. No es que no ayudemos, o no hagamos bien las cosas, o no sea necesario el servicio que prestamos; es que nos enriquece mucho más el ejemplo de su fe y la sencillez de su vida.
Nos abre un panorama nuevo el ver cómo esa gente es feliz teniendo a Dios en el corazón y mucho menos cosas para vivir.
No es que pretenda resucitar el mito del “buen salvaje”, ni justificar históricas y estructurales injusticias sociales. Todo lo contrario: no idealizamos a esas poblaciones, las cuales en ocasiones adolecen de alcoholismo, violencia o superstición, y a las que con frecuencia les falta una conveniente atención médica e instrucción cultural.
De hecho, parte de los servicios que prestamos en esta ocasión iban por ese lado: una ambulancia ofreciendo consulta médica gratuita, y clases para adultos de educación familiar e higiene, a la par del catecismo.
Pero, junto a esas carencias de salud y educación, que es preciso paliar de alguna forma, se descubre un espíritu humano más sencillo, menos pretensioso, más pegado a la tierra, a sus orígenes y tradiciones.
Pero, sobre todo, una fe más viva. Y si nosotros íbamos a transmitir la fe, dando catequesis a niños jóvenes y ancianos, ellos nos la mostraban encarnada en su vida. Y eso alimentaba nuestra fe.
Simplificando un poco las cosas, se podría decir que nosotros les damos doctrina con clases, pero ellos nos transmiten la fe con su vida. Para ellos es motivo de gran alegría tener entre ellos a un sacerdote, pero para el sacerdote es ocasión de renovar su fe ver la del pueblo cristiano.
Así, participar de sus procesiones, largas y folklóricas, llenas de detalles pintorescos, supone una escuela, pues nos muestra el lugar que Dios ocupa en su vida y en su sociedad, su respeto por lo religioso, el valor de lo sagrado: por ejemplo, al Via Crucis del Viernes Santo se unió otra procesión nocturna, “el Santo Sepulcro” le llamaban, más larga que la del medio día.
Ese día no se escuchó música en el pueblo, todos guardaban luto, e incluso el borrachito del pueblo no tomó, ya que de hacerlo “lo meterían en el calabozo”, según él mismo nos explicó. Las señoras del pueblo tuvieron a bien llevarme a ver a los ancianos y enfermos, para que les diera la unción.
La naturalidad con la que enfrentaban la realidad de la muerte, así como la alegría con la que recibían en misterio de la vida, eran para todos una elocuente escuela de humanidad.
Una señora llevaba más de veinte años postrada en el piso. Simplemente un día no se pudo levantar. No tuvo ninguna asistencia médica. Lamentable carencia, que es urgente remediar.
Pero, al mismo tiempo, se la veía feliz, cuidada por su hija, y sin otra posesión que su rosario. Ese ejemplo de alegría y buen humor, de felicidad a pesar de la contradicción y en la carencia más absoluta de bienes materiales, fue una enseñanza más viva para todos, pero especialmente para el padre predicador, que todos los sermones cuaresmales.
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