P. Mario Arroyo,
Doctor en Filosofía.
p.marioa@gmail.com
¿Qué une misteriosamente Notre Dame con Sri Lanka? Que en ambos casos sufrimos los católicos, la Iglesia. En el primer caso el templo físico, el espiritual en el segundo. Esta doble marca de dolor surca, además, los días santos, agudizando así su hondura y significación.
Si la primera ensombreció la Semana Santa, la segunda nubló el domingo de Pascua. La fiesta litúrgica más alegre del año, símbolo del triunfo de Cristo sobre la muerte, fue empañada por el desgarrador alarido de la explosión y de la muerte.
Gráficamente la tragedia quedó simbolizada en la imagen del Cristo resucitado empapada en la sangre de los fieles, que entregaron la vida mientras asistían a la fiesta religiosa que celebra cómo Jesús recupera la vida.
Mucho dan que pensar tales tristes sucesos, cuya cadencia corre paralela a las fiestas religiosas y en sentido inverso a su significado. Digamos que el corazón de los católicos experimentó un trepidante vértigo al confesar con alegría el triunfo de Cristo sobre la muerte, mientras contemplábamos cómo la muerte envolvía a los hermanos en la fe que celebraban ese triunfo.
Si ya era difícil celebrar la Pascua teniendo el fresco recuerdo de las llamas envolviendo Notre Dame de París, más dura se tornaba ahora la prueba para la fe.
Sin embargo, desde la fe, esos dolorosos hechos pueden vivirse con dolor y respetuoso silencio, sin extinguir completamente la alegría pascual. Incluso pueden vivirse también al compás de la liturgia y al ritmo de su misterio.
En efecto, este próximo domingo celebramos el “Domingo de la Misericordia”, y san Juan Pablo II, que instituyó la fiesta, recordaba cómo la Misericordia divina pone un límite a la capacidad de mal que anida en el corazón humano.
La presente celebración de la Misericordia nos une en la oración a católicos y hombres de buena voluntad para pedir a Dios que frene la barbarie de muerte y destrucción; #PrayForSriLanka es sólo una manera, urgente, actual y coloquial de concretar ese clamor litúrgico.
Ahora bien, ambas tragedias pueden también alimentar nuestra fe. En efecto, nos recuerdan que somos discípulos de Jesús, y “no es el discípulo más que el maestro”. “Si al leño verde le tratan de este modo, en el seco que se hará”.
Jesús es “signo de contradicción”, y Él mismo nos advierte, “en el mundo tendréis tribulación, pero confiad, yo he vencido al mundo”.
Todas estas referencias bíblicas manan de la fuente de nuestra fe, nos muestran su autenticidad y nos confirman en la verdad de nuestro camino.
La oposición que experimenta Cristo y su familia es señal de la veracidad del mensaje y de que todavía no alcanza su culminación. En efecto, la celebración de la Pascua nos recuerda la resurrección de Jesús y anticipa nuestro triunfo definitivo sobre la muerte, que todavía no se ha verificado, como la masacre duramente se ha encargado de recordarnos.
El incendio de Notre Dame es también un símbolo y una advertencia. El crepitar de los leños catedralicios evoca cómo “toda una civilización se tambalea impotente y sin recursos morales” (San Josemaría).
Las llamas del templo son imagen de las llamas que consumen y rechazan toda la riquísima herencia cristiana de Europa. Muestran el empeño suicida de todo un continente por renegar de su identidad y sus raíces cristianas.
Al consumirse Notre Dame se consumían nueve siglos de historia, de cultura, de civilización. El complejo de Europa por manifestar su identidad y vocación se materializa en la negativa de Macron para dar el pésame a los católicos.
Finalmente fue el espíritu católico el que produjo tan magnánimas expresiones de belleza; lo que se creó para dar gloria a Dios se empobrece al convertirse en museo, perdiéndose así el espíritu que lo engendró. Las llamas venían simplemente a rubricar la apostasía social que se ha verificado en el continente.
Por su parte, la imposibilidad de llamar a las cosas por su nombre, es decir, llamar masacre de cristianos perpetrada por fundamentalistas musulmanes, es también expresión del mundo de mentiras que nos vamos construyendo a partir de ingeniosas trampas del lenguaje.
Pero la realidad está allí: por más que le pese a algunos y sea políticamente incorrecto, los templos estaban llenos, el sepelio fue multitudinario; ambas expresiones de que la fe es una realidad viva,
y de la frustración de los asesinos que, impotentes frente a esa evidencia, no encuentran otro camino que la ciega y estéril violencia. Que el único camino sea matar no indica otra cosa que la fe es una realidad viva, mientras la violencia es crepuscular.
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