Alejandro Cortés González-Báez,
En los últimos siglos a Francia se le ha reconocido como la punta de lanza de ideologías, movimientos políticos y culturales. Fue principalmente en aquella nación donde prosperó con una fuerza arrolladora el liberalismo.
Por lo anterior resulta sumamente llamativo que el actual presidente de esa nación, Emmanuel Macron, se haya dirigido a la Conferencia Episcopal Francesa, el lunes 9 de marzo pasado, en un discurso orientado a mejorar las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Recojo aquí unas lineas de dicho discurso.
Para encontrarnos aquí, esta tarde hemos tenido que desafiar a los escépticos de cada una de las dos orillas. Y si lo hemos hecho es, sin duda, porque compartimos el sentimiento de que la relación entre la Iglesia y el Estado se ha deteriorado y que deseamos repararla. […] Una Iglesia que pretenda desinteresarse de las cuestiones temporales no haría otra cosa que rehuir su vocación, y un Presidente de la República que pretendiera desinteresarse de la Iglesia y de los católicos faltaría a su deber.
Estoy convencido de que la savia católica debe contribuir a la vida de nuestra nación. Debo decirles que la República espera mucho de ustedes. Espera, si me permiten decirlo, que le entreguen tres dones: el don de su inteligencia, el de su compromiso, y el de su libertad.
Ustedes consideran que nuestro deber es proteger la vida, en particular las vidas más indefensas: La vida de los niños que van a nacer, la del ser humano que está a las puertas de la muerte, o la del refugiado que lo ha perdido todo, ustedes ven el trazo común de la desnudez, de la vulnerabilidad absoluta.
Hay una tercera libertad que la Iglesia debe donarnos, y es la libertad espiritual. Vivimos en un mundo atravesado por el materialismo. Nuestros contemporáneos necesitan saciar su sed, una sed de absoluto.
No se trata de conversión, sino de una voz que, entre otras, hable del ser humano como un ser dotado de espíritu, quien osa caminar en la intensidad de una esperanza y quien, a veces, nos hace tocar con el dedo el misterio de la humanidad que se llama santidad y que, según dice el Papa en la Exhortación “Gaudete et Exultate", es el rostro más bello de la Iglesia.
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