Lucrecia Roper,
estudiosmujer01@hotmail.com
Séneca dice que la ira es un ácido que puede hacer más daño al recipiente en el que se almacena que en cualquier cosa en la que se vierte.
De numerosas parejas que pasan por los consultorios, se ve que muchas parejas están afectadas por la ira y los enojos. La ira es un verdadero veneno para la convivencia.
Si un esposo y su mujer se enfadan con frecuencia, hacen la relación tan dolorosa y tediosa que acaban por romperla.
La experiencia del enojo es universal. Si el enojo de une a la razón puede ser más tolerable; pero la mayoría de las veces el enojo está encaminado hacia la ira, motivada por el deseo de venganza. ¡Y a veces explota!
Esto tiene efectos devastadores en cualquier relación. Es importante que la gente se dé cuenta que la ira y los arrebatos de enojo no conducen a nada bueno.
A pesar de que el sentimiento de ira es natural, debemos controlarlo y darle un cauce más sano. No debemos reprender cuando hay ira, hay que esperar a calmarnos y tomar las cosas con serenidad y sin perder los estribos.
A veces nos distamos por cosas sin importancia que, con un poco de elegancia de espíritu, podríamos pasar por alto y callar.
Otras veces se puede usar el buen humor, pero no la ironía, que muchas veces podría ser el veneno destructor de una cordial relación.
Otra cosa que enfada tanto a las mujeres como a los hombres es que su cónyuge sea una fuente permanente de quejas; es decir, que sea "quejica".
Luis Vives recuerda que “ni siquiera la animosidad ajena puede alterar la alegría interior si en el alma reina el amor”.
Como se ve, la fuente de la propia felicidad reside en el interior del hombre, ya que amar y ser amado es lo único necesario para la plenitud. Y para apuntalar esta afirmación, este mismo humanista valenciano se pregunta y responde: “Y ¿cómo puede ser de otra manera, si no es posible que no seas amado, si tú amas? Una potente y eficaz droga es el amor para ser amado”.
Pero la búsqueda del amor del otro sólo tendrá éxito tras el hallazgo, en el propio corazón, del amor por él. El amor generoso y desprendido que se alegra de la mera existencia del otro.
A la hora de buscar el amor correspondido, bueno sería seguir el consejo que San Juan de la Cruz daba a la madre María de la Encarnación: “a donde no hay amor, ponga amor, y sacará amor”.
Esto implica que, para la mayoría de estos autores, el amor conyugal sea excluyente. El hombre debe amar a su mujer con exclusión de todas las demás; y la mujer, como es lógico, deberá hacer lo propio con su marido; y esto es así porque ambos son seres en busca de una unidad superior.
Y, frente a los fallos de uno y otro, se levantan las voces de tratadistas y escritores que proponen la mejora de las conductas, el desarrollo de las virtudes como vía que posibilite el gobierno de la propia condición, en aras del acuerdo de voluntades entre los esposos, y en orden también a la realización de los objetivos que les son comunes: la crianza y educación de los hijos, el gobierno de la familia y la administración del hogar y, en suma, la respectiva felicidad de los esposos.
La familia ha sido y debe seguir siendo un referente fundamental de estabilidad para la persona y de cohesión social. Debe mantener sus funciones esenciales para afrontar problemas como las adicciones, la depresión y el estrés a que, parece abocar buena parte de nuestra sociedad; las situaciones de pobreza y de exclusión social, etc.
La historia de los matrimonios nos dice que, cuando hay solidez y cualidades en ellos, hay serenidad. Como señaló Regine Pernoud, la Historia no aporta soluciones pero ayuda a plantear bien los problemas, y todo el mundo sabe que un problema bien planteado está ya medio resuelto.
En síntesis, el matrimonio es la suprema forma de la amistad, que aventaja en densidad de cariño a cualesquiera otros afectos.
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