P. Mario Arroyo,
Doctor en Filosofía.
p.marioa@gmail.com
El eclipse del padre ha producido el eclipse de Dios en la sociedad. El resultado es un sentimiento de orfandad manifestado en la falta de referencias firmes, lo que vivencialmente se experimente como un ir a la deriva. Cuando muchos individuos viven así, a la deriva, la sociedad entera se encuentra sin rumbo, presa del primer hábil que logre imponer su ley, su visión de la realidad.
No es una metáfora, es la conclusión a la que ha llegado el psicólogo, Paul C. Vitz, en su estudio: “La fe de los que no tienen padre. Psicología del ateísmo”, donde señala que un elemento común entre los grandes promotores del ateísmo de los siglos XIX y XX, es una relación conflictiva o carencia de relación con su padre.
La ausencia de la figura paterna o, peor aún, su encarnación perversa, conducen a dudar de Dios. Esa ausencia de lo sobrenatural nos deja sin criterios claros para orientar nuestra existencia en particular y la sociedad en general.
La espiral del permisivismo se desenfrena, propiciando el fracaso existencial de muchas personas, y el naufragio moral de enteras sociedades.
Por ello, a pesar de ir contra corriente, a pesar de ser “políticamente incorrecto”, a pesar de que finalmente sea solo una excusa comercial para aumentar las ventas en junio, es muy conveniente revalorizar el papel del padre.
Incluso para la fe cristiana, pues estamos acostumbrados a tratar a Dios como Padre, y ello no por capricho sino por revelación divina; sin embargo, al oscurecerse la figura paterna, uno no sabe finalmente qué significa eso.
No entiendo a Dios porque no entiendo el papel y la función del padre en la vida. Y, a la inversa, nadie nace sabiendo ser padre. Es un arte que debe aprenderse, sabiendo que nunca se puede llegar a la cima, pues el modelo es Dios mismo. Para ser un buen padre resulta muy conveniente tratar a Dios, hacer oración, pues ello ayuda a descubrir la envergadura de la misión recibida y la confianza que Dios deposita en el padre para que haga amable y accesible la figura divina.
Paternidad quiere decir origen, origen significa identidad. Saber quién soy y de dónde vengo resulta muchas veces imprescindible para tener puntos de referencia estables y decidir, con conocimiento de causa, hacia dónde quiero ir, qué es lo mejor y más conveniente para mí.
La ausencia de la misma deja a las personas sin ese respaldo, ese suelo firme que les permite proyectar la propia existencia.
Pero, ¿cuál es la causa de la crisis de la paternidad?
En realidad es muy profunda, más de lo que podría apreciarse superficialmente. No es solo resultado de la crisis de autoridad, por ver a la figura paterna como represiva e inhibidora de las propias potencialidades, llegando en casos patológicos a suplantar la personalidad del hijo por imponerle los propios valores y el propio ideal de vida.
Ese paternalismo fuerte conduciría a que los hijos no vivan sus vidas auténticas, sino que opresivamente cumplan un guion ajeno fijado por sus padres.
Pueden darse abusos en este sentido, de hecho se han dado, pero hacerlo regla general e incluso necesaria en el ejercicio de la paternidad es una falacia, un gran engaño.
Perdida la autoridad, se pierde la referencia y la orientación. La crisis de autoridad refleja la crisis de la verdad.
No se acepta la verdad, pues se percibe como imposición; no tolero algo previo a mí que pretenda condicionar en modo alguno mis decisiones; no me agrada la realidad, prefiero mi capricho. La figura paterna es imagen de esa realidad que me precede y no depende de mis deseos; si quiero darle prevalencia a estos últimos, debo prescindir del padre, de la autoridad, de la verdad que condiciona mi libertad.
Si hay verdad, mi libertad no es absoluta; la autoridad se percibe como límite de mi libertad. El error de esta visión es contraponer verdad con libertad, pues “la verdad nos hace libres” como reza el evangelio. Somos libres, pero nuestra libertad está situada, no es absoluta aunque nos pese.
La autoridad no necesariamente es represiva –puede llegar a serlo- encauzando muchas veces nuestra libertad para que no se malogre víctima del propio capricho.
El padre es necesario para que sepamos armonizar ambos valores: libertad y verdad, y la autoridad unida al cariño imprescindible para hacernos amable, atractiva y asequible la virtud, como ejercicio pleno de nuestra libertad.
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