viernes, 27 de marzo de 2020

EL CORONAVIRUS, ¿ES UN CASTIGO DIVINO?

P. Mario Arroyo,
Doctor en Filosofía.
p.marioa@gmail.com

Varias personas me han preguntado, “¿padre, el coronavirus es un castigo divino?”. Incluso, un excelente estudiante de medicina comentaba: “Padre, en la Biblia se habla de las plagas de Egipto, y se dice que el coronavirus es una plaga, ¿Dios nos está castigando?” 


En realidad, se trata de una pregunta que, en rigor, nadie puede responder. Tendríamos que saber lo que Dios piensa, ser capaces de escrutar sus designios, los cuales siempre nos superan ampliamente. Ya lo dice la Escritura, “como dista el cielo de la tierra, así dista mi camino de vuestros caminos; y vuestros pensamientos, de mis pensamientos” (Isaías 55, 9).

El coronavirus puede describirse, genéricamente, como una “plaga”, pero no equivalente a “las de Egipto”, porque estas fueron anunciadas con anterioridad; es decir, profetizadas y tenían una función muy concreta, explicada por el mismo Dios: liberar a Israel de la esclavitud. 

En este caso, se trata de una trágica epidemia, que no ha sido profetizada ni tiene una función igual de clara. Ahora bien, ¿por qué la permite Dios? Otra persona angustiada comentaba: “¿por qué Dios permite que los enfermos mueran aislados de sus seres queridos?” 

La respuesta es obvia, para no contagiarlos, no podía ser de otra manera, pero de fondo late otra pregunta más angustiosa y de más largo alcance, ¿por qué permite Dios nuestro sufrimiento?

No podemos saber en concreto qué es lo que Dios quiere decirnos con la pandemia, pero sí lo podemos intuir y sí conocemos algunas constantes en su forma de actuar y en sus designios. 

En efecto, la historia de la salvación, y por tanto la historia de la humanidad, están repletas de ejemplos en los cuales Dios, de las cosas malas que no quiere, pero permite, saca cosas buenas. El mal no es original ni definitivo, entró en el mundo por nuestra libertad, a través del pecado y afectó a la entera creación, y sabemos que al final será derrotado definitivamente, en “los cielos nuevos y la tierra nueva”; pero ese final todavía no ha llegado y no sabemos cuándo será. 

Dios se sirve ordinariamente, de ese mal no deseado, para purificarnos, y para elevar nuestra mirada hacia los bienes espirituales, que son los imperecederos.

En este sentido, no es aventurado adelantar unas lecciones importantes que estamos aprendiendo a través de la pandemia. “La letra con sangre entra” dice el adagio académico, que ahora ha mutado a “la letra con virus entra”. 

La lección de controlar nuestro orgullo y suficiencia, la soberbia de nuestra civilización, la lección que nos enseña a domesticar nuestro individualismo y aprender que los problemas los tenemos que afrontar juntos. 

La enseñanza de cuidar de nuestro planeta, nuestra casa común; la de cuidar nuestra familia, nuestro entorno y nuestro hogar, como el más preciado tesoro. La enseñanza de volver aprender a elevar la mirada a Dios rezando de nuevo, como cuando éramos niños.

En este sentido ya son tangibles algunos de los frutos de la pandemia. Se nota una mayor sensibilidad por la realidad espiritual, por la oración, por Dios. 

Una mayor preocupación por la propia familia, por la solidaridad, por todos aquellos que sacrificadamente realizan trabajos de servicio necesarios para que la sociedad funcione o los servicios de salud sean posibles. 

Una mayor sensibilidad por nuestro entorno y la naturaleza. Al mismo tiempo, el virus nos ha obligado a bajar el ritmo en nuestra actividad, de manera que por un momento nos paremos a pensar en el sentido de tanto ajetreo, no nos vaya a suceder, como decía San Agustín: “corres bien, pero fuera del camino”. 

Nos ha obligado a pararnos y a reflexionar sobre el valor y el sentido de nuestra vida. No es descabellado pensar que todas estas enseñanzas estaban en el plan de Dios.

¿Pero no querrá castigarnos por habernos olvidado de Él, por haber dejado de rezar, por construir nuestra vida y nuestra civilización a sus espaldas? No lo sabemos, pero no sería inverosímil. La pandemia nos ha mostrado con crudeza la banalidad de tal pretensión. ¿Por qué sufren inocentes? 

Ante el sufrimiento se impone siempre un respetuoso silencio, pero se intuye también el grito de Dios que quiere sacudir la dureza de nuestro corazón, empujándonos a remediarlo, aliviarlo o compartirlo. 

En cualquier caso, el sufrimiento forma parte del misterio de nuestra vida, las personas inocentes encuentran en su sufrimiento un camino para identificarse con Jesús, el Inocente sufriente. 

El misterio del sufrimiento no puede esclarecerse en esta vida, necesita verse con la perspectiva de la otra, carecemos de esa perspectiva, pero la pandemia nos ha hecho pensar en ella y, pienso, eso le agrada a Dios.

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