viernes, 16 de agosto de 2019

¿MACHISMO EN LA IGLESIA?

P. Mario Arroyo,
Doctor en Filosofía.
p.marioa@gmail.com

Con cierta cadencia se formula un cuestionamiento incómodo para los católicos practicantes: ¿es machista la Iglesia?, ¿fomenta el machismo la fe? Parece haber abundantes pruebas de ello, comenzando por el término mismo “Dios”, que es masculino y siguiendo por los relatos de la Biblia, que parecen confirmar esta sospecha de forma irrefutable. 


Quizá el argumento más esgrimido para sostener esta tesis es excluir a las mujeres del sacerdocio y, por eso mismo, de los principales puestos de autoridad dentro de la institución. La Iglesia sólo podría dejar de ser machista cuando exista una “papisa” y edite una versión de la Biblia políticamente correcta, reajustando los roles de género (Diosa en vez de Dios), o utilizando el lenguaje inclusivo (x, @, e).

Ahora bien, habría que precisar más a que nos referimos con “machismo”. Si machismo implica no ser capaz de darle gusto a las feministas o, mejor dicho, al feminismo radical, la Iglesia no puede sino ser machista y no dejar de serlo. 

No es su función darle gusto a las modas culturales y muchas veces en la historia ha ido contracorriente, ha sido contracultural y lo seguirá siendo; de hecho, es parte de su atractivo, de su “charm”. Si por machismo entendemos, en cambio, menospreciar a la mujer, minusvalorarla  o relegarla, habrá que responder decididamente que la Iglesia no es machista.

Para comprender mejor por qué podemos afirmar esto último, es preciso explicar la interacción entre tres conceptos: encarnación, historia y clericalismo. Por encarnación entendemos aquí la forma misteriosa pero real por la que lo humano y lo divino se entrelazan desde la perspectiva de la fe. El culmen de la encarnación es Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre, pero siguen la misma lógica tanto la Iglesia como la Sagrada Escritura: tienen un elemento humano, limitado e insoslayable junto a otro elemento sobrenatural, divino.

Lo anterior supone, entre otras cosas, que tanto la revelación como la vivencia de la fe y lapráctica de la religión, se dan en la historia, como no podía ser de otra forma, y siguen los cánones vigentes en la cultura de su tiempo. La fe no nos coloca en una aséptica esfera intemporal, no nos introduce directamente en la eternidad, sino que se enraíza en el tiempo prometiéndonos la eternidad. 

Esto quiere decir que, tanto la Biblia como los santos y las personas de fe en general, están colocados en un contexto histórico y cultural concreto. Dicho de otra forma: no es la Biblia ni la Iglesia quienes en determinado contexto pudieran ser “machistas”, es la cultura y el tiempo preciso quienes lo son. Como la revelación y las personas de fe están plenamente insertos en su tiempo vital, adolecen conjuntamente de este defecto. Ahora bien, este defecto no forma parte esencial de la revelación, y atacar a la Biblia o a la Iglesia por ello, es caer en un craso anacronismo, equivalente a culpar a un niño de 7 años por no saber cálculo o al hombre de las cavernas por no haber sido capaz de llegar a la Luna.

El clericalismo es más complejo, porque históricamente ha afectado a los hombres de fe e incluso a la autoridad eclesiástica. Se trata de la desordenada injerencia de la autoridad religiosa (jerarquía, es decir, autoridad sagrada), en los asuntos temporales. Es fruto de no respetar la legítima autonomía del orden civil respecto del religioso, establecida novedosamente por el mismo Jesucristo, según nos narran los Evangelios. 

Pero esta visión termina por transponer los moldes y criterios sociológicos del poder político al ámbito religioso, lo que termina por desnaturalizar el sentido de la autoridad en la Iglesia e incluso corromperla. Dicho mal y pronto, lo principal en la Iglesia no es formar parte de la jerarquía, sino ser santo; no es ser Papa, sino amar a Cristo y, por Él, a los demás. 

En este sentido, es más importante Santa Catalina de Siena, Santa Teresa de Jesús, Santa Teresita de Jesús o Santa Teresa de Calcuta que ser cardenal, obispo o Papa.

Además, supone una honda ignorancia histórica y un marcado prejuicio cultural.

Ignorancia de cómo Jesús le dio un lugar a la mujer que nadie le había dado antes, y de cómo la Iglesia protegió desde el inicio y hasta ahora a la mujer (las feministas que defienden el aborto no parecen estar muy preocupadas por el aborto selectivo de niñas en China o la India). Prejuicio porque parten de la base, nada evidente, de que la maternidad y la familia oprimen a la mujer, o difunden el falso cliché de que su única misión en la Iglesia es procrear. 

Por el contrario, la Iglesia tiene experiencia de como la maternidad y el hogar pueden ser lugares donde las mujeres se realicen y tengan una vida plena, sin excluir, para quienes lo deseen, un desarrollo profesional y político fuera del mismo.

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