martes, 2 de enero de 2018

¿POR QUÉ MIGUEL ÁNGEL FUE EL ARTISTA DE LA PERFECCIÓN?

Miguel Ángel Buonarroti es ejemplo de trabajo bien hecho: su pintura –la Capilla Sixtina, entre otras-, su escultura –la Piedad, el Moisés y el David, entre otras-, su arquitectura –la cúpula de San Pedro, que no la dejó terminada, pero dejó indicaciones detallando hasta el último pormenor- y su poesía. 



No le gustaba que vieran los progresos de sus obras, y estableció como quintaesencia de su manera de trabajar: “Lo que se crea con las más grandes fatigas, ha de aparentar haber sido hecho rápidamente, casi sin trabajo, a pesar de no ser así… 

Su gran regla era emplear todas las fueras y hacer cosas que parezcan hechas sin esfuerzo alguno” (Emil Ludwig, Miguel Ángel, p. 131). Su arte llega a ser único. 

El mismo Miguel Ángel enseña que nuestra vida puede ser una obra de arte: “Si apreciamos cabalmente lo que hacemos en esta vida, vemos que cada uno, sin saberlo, pinta el mundo creando nuevas formas, por su manera de vestirse, por medio de edificios y casas, labrando los campos y prados en líneas y figuras, navegando con auxilio de las velas, instruyendo ejércitos, hasta muriendo y siendo enterrados…, en suma, mediante cada una de nuestras acciones”.

Boris Pasternak escribía: “El trabajo ayuda siempre, puesto que trabajar no es realizar lo que uno imaginaba, sino descubrir lo que uno tiene dentro”.

Sobre este punto, es interesante considerar lo siguiente: Jesús pasó la mayor parte de su vida terrena en la oscuridad de un pueblo, Nazaret, apenas conocido dentro de su misma patria. Esos años están llenos de luz y de lecciones para nosotros; el valor de sus obras fue siempre infinito, y llevaba a cabo la Redención cuando pulía la madera, como cuando ayudaba a su madre en casa o cuando en su vida pública le seguían las multitudes. Dice el Evangelio que “todo lo hizo bien”. Además, en su predicación se nota que conoce bien el mundo del trabajo; habla de pastores y pescadores, de sembradores, panaderas y artesanos, de constructores y viñadores.

En su ensayo “La obra bien hecha y las buenas obras”, C.S. Lewis explica que, buenas obras son, por ejemplo, dar limosna o ayudar a alguien. Todas ellas se distinguen claramente del propio “trabajo”. Las buenas obras no tienen por qué ser obras bien hechas. Desentenderse del propio trabajo o quehacer no es ejemplar. 

Y continúa Lewis: “Cuando nuestro Señor suministró un vaso extra de buen vino en la fiesta de una boda pobre, estaba haciendo buenas obras, pero también una obra bien hecha, pues se trataba de un vino realmente exquisito”.

Consecuentemente, hay que tener una buena preparación profesional, ya que hemos de hacer bien el trabajo para ofrecerlo a Dios. Joan Maragall dice estas palabras: "Esfuérzate en tu quehacer como si de cada detalle que pienses, de cada palabra que dices, de cada golpe de martillo que des... dependiera la salvación de la humanidad, porque depende. Créetelo".

Hay personas que se aburren porque encuentran monótono su trabajo, ni siquiera saben por qué trabajan, quizás su único fin sea la obtención de medios económicos. En otras ocasiones, algunos se entregan al trabajo como a una droga, y descuidan sus obligaciones familiares u otros compromisos. Acaban convirtiendo en fin lo que era un medio. 

Escribe San Josemaría: “El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y transitorio (…). Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas” (Es Cristo que pasa, n. 48). 

El móvil de nuestro trabajo ha de ser la gloria de Dios. Miramos el trabajo de Jesús y le decimos: "Señor, ábrenos la puerta del taller de Nazaret, con el fin de que aprendamos a contemplarte” (Amigos de Dios, n. 72).

La condición necesaria para santificarnos a través del trabajo requiere una premisa: No se puede santificar lo que no se ama, lo que no se acepta, lo que se rechaza con queja y de mal humor. 

Un criterio inefable para discernir cuanto se ama o no la realidad que nos rodea, nos lo proporciona la alegría. La alegría ──dice un profesor chileno, Jorge Peña──, entraña una afirmación de lo creado, es consecuencia del amor y fruto de las virtudes (Cfr. Actas Centenario. Jorge Peña Vial, “Mística ojalatera y realismo en la santidad de la vida ordinaria”, Roma 2002).

Dra. Rebeca Reynaud,
estudiosmujer01@hotmail.com

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